Burlas de la historia
“En uno de sus bunkers políticos hay un retrato de Stalin, uno de Fantomas y muchos de ídolos del rock”.
Empezamos a conocer, a través de archivos que se abren, de cartas, de testimonios nuevos, la historia interna de las grandes transiciones del siglo XX. En estos casos, como dijo hace años el filósofo polaco Leslek Kolakowsky a propósito de la transición de su país, orientada por un Papa y por sindicados obreros de Danzig, la historia siempre se burla de las teorías. Las transiciones se hicieron con originalidad, con decisiones intuitivas, rápidas, con grandes intervenciones del azar. Eran procesos previsibles, cuando se tenía en cuenta la orientación general de los sucesos, aquello que se podría llamar la línea gruesa, pero enteramente imprevisibles, sorprendentes, en sus detalles.
Ahora se publica en español Limonov, texto difícil de clasificar, novela reportaje, biográfica, del escritor francés Emmanuel Carrère. Carrère es hijo de una notable historiadora francesa de la Rusia de los Zares, tiene antepasados rusos, conoce el idioma y ha visitado con frecuencia el país en los últimos treinta o cuarenta años. Ha convivido con escritores e intelectuales, oficiales o disidentes, desde los años finales de José Stalin hasta los tiempos actuales. Cuenta que algunos empresarios poderosos, inquietos por el tema de la sucesión de Boris Yeltsin, desenterraron de las antiguas oficinas de la KGB a un funcionario talentoso, que había tenido que salir de Alemania Oriental debido a la reunificación, y que se llamaba Vladimir Putin. El hombre de la circunstancia, para desgracia de ellos, tenía sentido del poder, una disciplina rigurosa, adquirida en los órganos de seguridad del Estado, una ambición sin límites. Desde el primer momento, se dedicó a cortarles las alas, sin escrúpulos mayores, a los poderosos que lo habían ayudado en su ascenso. Pronto se convirtió en el jefe de Estado autoritario, avasallador, heredero de la gran tradición imperialista, desde Iván el Terrible y Pedro el Grande hasta José Stalin, que es ahora.
Carrère, con notable y detallado conocimiento de los hechos, con estilo ágil y un tanto errático, cuenta la historia desde un punto de vista particular: como una expresión rusa, única, marcada por el romanticismo de la revolución y del underground, por una forma de contracultura, cantada en textos literarios más o menos líricos, de vanguardia, obra del propio Limonov, y que desemboca en la formación de un curioso y sospechoso partido nacional-bolchevique, un neofascismo atentamente vigilado por las organizaciones oficiales, cuyos dirigentes son recluidos en cárceles y centros especiales de todo el país, pero cuya ocasional utilidad política no se desdeña y les permite, en último término, recuperar la libertad.
La extraña nostalgia estalinista de Limonov y sus amigos, visible a veces en los gestos, o en la gesticulación, mejor dicho, de Putin, se une a un desprecio ostentoso, en cierto modo visceral, de la apertura política practicada por Mijail Gorbachev. Gorbachev es una de las bestias negras de Eduardo Limonov, y a veces parece que también lo fuera de Emmanuel Carrère, el intelectual francés de orígenes rusos y de inclinaciones rusófilas. No se puede resumir el asunto ni hacer predicciones. Influyen elementos de irracionalidad, de resentimiento, de nacionalismo orgulloso. Una de mis observaciones, después de haber leído mucho sobre el tema, de haber conversado con personajes como Pablo Neruda, como Eugenio Evtuchenko, como el propio Gorbachev durante su visita a Chile de hace años, con numerosos diplomáticos rusos, es que Kruschev, con su célebre denuncia de los crímenes de Stalin en 1956, inició un proceso de deshielo que fue interrumpido con enorme fuerza, pero que todavía tiene repercusiones profundas. La primera persona que me dijo que leyera las memorias de Nikita Kruschev, que no creyó nunca en los desmentidos soviéticos oficiales, fue Pablo Neruda en sus años de embajador de la Unidad Popular chilena en París. Después, cuando supo que Kruschev había sido sepultado en un rincón perdido del Kremlin, en funerales casi clandestinos, hablaba del episodio con evidente dolor, con indignación disimulada.
Mijail Gorbachev, a su paso por Santiago, me preguntó por Neruda y le expliqué ese interés del poeta por el deshielo kruscheviano. El ex secretario general me contó que había propuesto muchas veces organizar homenajes a Kruschev y que la maquinaria del partido siempre se las había arreglado para vetarlos. En definitiva, él también fue destronado en forma brusca y oscura. Eduardo Limonov, entretanto, pasó un período de cárcel, acusado de terrorismo, escribió en forma prolífica, incluso de memoria, a falta de lápiz y papel, a la manera en que lo había hecho Alejandro Soljenitsin, y al final fue dejado en libertad. El amable funcionario del sistema represivo que le comunicó su liberación le dijo que era una especie de Dostoievsky, un típico representante de la Rusia profunda, y le pidió que le dedicara una de sus obras, El libro de las aguas.
Emmanuel Carrère se demoró años en entender a Limonov y no estoy seguro de que al final lo haya entendido. En sus páginas finales nos muestra al marginal, el provocador, el hippie, el amigo de los Beatniks, convertido en un sesentón silencioso, de buena figura, de barba a lo Chejov, que vive en una casa de campo confortable, casado con una interesante actriz del cine de su país y padre de una hija. Se dedica a la contemplación de la naturaleza, al zen budismo y a la lectura de Lao Tsé. De cuando en cuando escribe poemas y fragmentos de un lirismo apasionado. Su partido, el nacional-bolchevique, cuenta con siete mil nasbols fervorosos, incondicionales. Él, cuando se encuentra en confianza, insinúa que si no hubiera cometido tres o cuatro errores importantes, habría llegado a cumbres superiores. Pero, después de largas épocas tormentosas, parece resignado. En uno de sus bunkers políticos hay un retrato de José Stalin, uno de Fantomas y muchos de ídolos del rock. Tiene un pequeño núcleo de lectores fieles y el gobierno de Putin lo trata relativamente bien. Parece que Stalin más Dostoievsky, y más una poesía de vanguardia tocada de lejos por el surrealismo, no son malos ingredientes para un aperitivo ruso de estos días.