El Instituto de la Maleza
“Escogió el nombre con intención y uno siente que la encíclica es un tema meditado y proyectado por su autor desde hace tiempo”.
Leí ataques tan feroces en la prensa norteamericana, escuché frases tan despectivas entre personas cultivadas, que decidí leer con atención, con cuidado, sin prejuicios, la reciente Encíclica Papal sobre el Medio Ambiente. No quedé convencido, ni mucho menos, pero me encontré con un texto que se podría describir como de “espiritualidad cristiana” en su mayor dimensión, en una altura en que coincide con otras expresiones religiosas, judías, orientales, africanas, y con páginas de auténtica belleza poética. No creo que la reacción sofocada, la defensa del espíritu de empresa, de competencia, de búsqueda del poder económico o político, sean la respuesta más adecuada. En algún momento, la larga encíclica afirma que “la iglesia no tiene por qué proponer una palabra definitiva”. En buenas cuentas, es una invitación a reflexionar, a dialogar, a confrontar posiciones diferentes. Es, claro está, una invitación apasionada, exaltada, por momentos demasiado agresiva, y demasiado segura en su agresividad.
El Papa Francisco recupera con habilidad, con emoción, la poesía de la “hermana tierra”, de la “hermana agua”, de su homónimo San Francisco de Asís. Es decir, escogió el nombre con intención y uno siente que la encíclica es un tema meditado y proyectado por su autor desde hace tiempo. En las normas que dictaba para sus futuros conventos, el santo de Asís ordenaba que no se cultivara una parte del huerto, y esto con el fin de que la maleza creciera en su forma natural, en su belleza rústica, primitiva. Me he acordado de un poeta mucho más cercano, poco santo, al menos en términos convencionales, y que ha tenido en su vida centenaria un curioso interés por el taoísmo y por otras religiones del Oriente, Nicanor Parra. Tenía parte de su jardín en los faldeos cordilleranos de Santiago de Chile sin cultivar y contemplábamos el crecimiento de cardos, yuyos de flores amarillas, florecillas silvestres rojizas, plantas rastreras. Habíamos bautizado ese espacio con el nombre de Instituto de la Maleza y las conversaciones entre los yuyos, en los crepúsculos de los años cincuenta, eran divertidas, entre oníricas y vanguardistas.
El Papa cita a otros grandes poetas, aparte del de Asís: a Dante Alighieri, que habla del “amor que mueve el sol y las estrellas” y a San Juan de la Cruz. Y nos recuerda una vieja enseñanza de la Biblia y de otras tradiciones religiosas: la de que “menos es más”. No me parece mal. Es un llamado al reposo, a la contemplación serena, a ponerle sordina al bullicio, al ritmo enloquecido que nos acosa por todas partes y nos agobia.
David Brooks, que es un periodista razonablemente conservador del New York Times, escribe que el Papa no se ha dado cuenta de que vivimos en el momento “de mayor reducción de la pobreza de la historia humana”. Tiene algo de razón, pero los indicios de deterioro de la naturaleza, de contaminación general, de precalentamiento global, saltan a la vista, y se va a necesitar una acción mundial, diplomática, científica, económica, de enorme envergadura. El tirón de orejas del Papa, planteado, además, como palabra no definitiva, desde la perspectiva de una larga tradición religiosa, moral, poética, no puede condenarse sin apelación, como lo hacen los católicos del partido republicano de los Estados Unidos.
En mi experiencia personal, me tocó vivir meses en el Berlín Occidental, el West Berlín de los años del muro y de la guerra fría. Observé un fenómeno constante, que me impresionaba siempre, que me dejaba pensativo. El West Berlín tenía un cielo despejado, calles y parques limpios, canales de aguas transparentes. En el otro lado, el Ost comunista, las fachadas parecían carcomidas, el estado del pavimento de las calles era lamentable, el agua de los canales estaba llena de espuma sucia, el humo negro de las chimeneas contaminaba el horizonte. ¿Contraste de industrias, de tecnologías? Cuento lo que podía observar con una mirada cándida, sin pretender, tampoco, decir la última palabra.
En cambio, en mi condición de hispanoamericano, y frente a un Papa argentino formado en la escuela del padre Alberto Hurtado, hoy día santo de la iglesia y que fue profesor mío en el viejo Colegio de San Ignacio de Santiago, confieso cierta preocupación por su viaje a Cuba. Cuba es un país profundamente dividido, que ha sufrido durante décadas bajo una dictadura ideológica enteramente anacrónica, y donde viví unos pocos meses como diplomático, pero donde esos meses me dejaron marcado en mi historia personal. Participé hace un par de meses, en Chile, en una notable mesa redonda con Yoani Sánchez, la conocida bloguera y disidente, y sigo de cerca los sucesos cubanos desde siempre. Mi impresión actual, discutible, pero basada en hechos evidentes, me lleva a pensar que en la Isla ha comenzado una transición todavía subterránea, lenta, de duración y dificultades imprevisibles, pero que anuncia la salida de dictadura y el cambio inevitable. La Cuba de hoy es muy difícil de conocer si no se conoce también, aparte del mundo isleño visible, el de la disidencia, el del exilio interior y exterior. Si el viaje del Papa ayuda a la salida, a la transición que empieza a perfilarse, me alegraría mucho. Sería un empujón equivalente al que produjeron los viajes de su antecesor, el Papa Woytila, a su Polonia natal y al Chile del general Pinochet.