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Goya en Burdeos

“La pintura negra goyesca está en el cine mejor de Luis Buñuel. Y Picasso parte de Goya y no se aparta
de él casi nunca”.

Publicado el 19/06/2015

Podríamos hablar de los proyectos de asamblea constituyente, de la situación de la economía, de la reforma de la educación. O de fútbol, ya que tengo recuerdos de un campeonato en que Chile llegó a la final, en Santiago, y perdió por goleada, con Sergio Livingstone en el arco, frente al Brasil. Pero siempre es útil, refrescante, incluso necesario, aunque nuestros jóvenes revolucionarios no lo crean, introducir otros temas, hablar de asuntos que conciernen al vasto mundo. La semana pasada hacía mis maletas para ir al Burdeos de Michel de Montaigne, uno de mis escritores favoritos en toda la historia de la literatura, y preparaba un texto para un grupo de hispanistas franceses reunidos en uno de sus congresos bianuales. Comentar a Montaigne ante hispanistas franceses era un desafío interesante. Montaigne, que observó de cerca las costumbres de algunos caníbales de la costa del Brasil, lector asiduo de la Historia General de las Indias, de Francisco López de Gómara, fue, a su modo, un precursor y un modelo para hispanistas y americanistas.

Pero yo no sabía que hablaría en el tercer piso de una casa donde habitó en sus últimos tiempos y murió Francisco de Goya, el pintor de las majas, de las pinturas negras, de los paisajes y personajes del Madrid de comienzos del siglo XIX. No soy, desde luego, especialista en la biografía o en la pintura de don Francisco de Goya y Lucientes. Goya fue un liberal, un afrancesado, un partidario de las ideas de la Ilustración francesa y europea. Hubo, sin embargo, en su larga vida, una contradicción política de fondo, un verdadero cataclismo político, que se produjo durante la invasión de la península ibérica por las tropas francesas de Napoleón. El pintor afrancesado, con su visión moderna de lo europeo, supo que el pueblo de Madrid luchaba a palos, a pedradas, a golpes de aceite hirviendo, contra los soldados invasores. Salió de su casa, conocida por los vecinos como “Quinta del sordo”, porque el maestro, al parecer, era sordo como una tapia, armado de un fusil naranjero y dispuesto a defender a sus paisanos de las balas francesas, por ilustradas que éstas fueran. Es un tema de Luis Buñuel, de Ramón Gómez de la Serna, de Azorín y Miguel de Unamuno. Es el tema dramático, que se renueva a cada rato, de la contraposición entre la historia y la teoría, algo que los antiguos chilenos entendían y que los de ahora, enredados en sus querellas de barrio, entienden mucho menos. Lo del fusil naranjero lo cuenta un criado de Goya que se llamaba Isidro y que escribía cartas notablemente sabrosas. Leí alguna vez una biografía del pintor por Gómez de la Serna y me acuerdo de esas cartas. En una de ellas, Isidro escribía que su amo era muy “picado de la araña”. Esto es, enamorado, entusiasta de las mujeres bonitas, de la duquesa de Alba de su tiempo, entre ellas, inspiradora, según las malas lenguas, de la Maja vestida y de la desnuda. Una vez escribí “picado de la araña” en un texto mío y el corrector de pruebas de una editorial de Barcelona puso un signo de interrogación. La expresión se mantiene en Chile, pero el último en usarla por escrito en España fue, al parecer, este Isidro, que se ocupaba de la cocina, del repostero, de los jardines de la Quinta del Sordo, allá por mayo de 1808.

Si Montaigne fue un precursor del pensamiento europeo moderno, un hombre que revisaba, que dudaba, que no tenía miedo de contradecirse, que aseguraba que sólo escribía “ensayos”, no “resultados”, Goya es el gran maestro de la modernidad en pintura, quizá uno de los más grandes. El trazo enérgico de Goya, sus pinceladas amarillas, azules, sus paisajes a la distancia, que parecen pintados desde el aire, están asimilados, convertidos en visión interna, en la obra posterior de Edouard Manet, sobre todo en sus pinturas de tema hispánico. La pintura negra goyesca está en el cine mejor de Luis Buñuel. Y Picasso parte de Goya y no se aparta de él casi nunca.

Subí a esa casa de Burdeos por escalones de piedra. Me imaginé la luz de la claraboya antes de que existiera la caja del ascensor, las voces francesas y castellanas del patio, la ropa colgada en algunas de las barandas. Después observé las molduras de los techos, originales, y que señalaban la antigua división de las habitaciones. El piso, en algunos sectores del edificio, era de tablas anchas, los muros de piedra, y quedaba uno que otro mueble esquinero que podía ser contemporáneo del pintor. Uno de los últimos cuadros del Goya de Burdeos es el de una mujer joven a caballo, vista de espaldas, y que vuelve la cabeza y muestra un perfil interesante. Lo he visto hace años, ya no recuerdo dónde. Y en el Museo del Louvre, hace dos o tres años, asistí a la revelación de unas planchas de cobre, magníficas, de motivos taurinos, que el viejo Goya, poco antes de su muerte, le había vendido a una familia española que después se fue a instalar en París y terminó por cederlas hace poco, en parte de pago de un impuesto de herencia, al fisco francés. Grandes, profundas historias. He caminado toda una mañana por los barrios bajos de Burdeos, lejos del río, y me he encontrado con un gran Mercado de Capuchinos, lleno de chorizos y jamones ibéricos, de legumbres norafricanas, de vinos rosados regionales. Montaigne escribió que a pesar de las ideas comunes, él se siente más cómodo frente a la diferencia que frente al parecido de la gente. Supongo que los hispanistas franceses, quizá sin darse cuenta, sienten una sensación parecida. De lo contrario, se habrían quedado con su Racine y su Corneille, sin necesidad de ocuparse de Calderón de la Barca y de don Ramón del Valle-Inclán.

Jorge Edwards

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