Insultos y defensa de la democracia
Por Fernando Balcells
Por Fernando Balcells
Cuando uno escribe se hace el propósito de mantener cierta compostura. Se navega apegado a la orilla antagónica, explorando flancos débiles pero también exponiéndose a una flecha. No son muchos los que juegan este juego. La mayoría prefiere hablar sólo a sus correligionarios. El contradictor se convierte en una abstracción privada de respuesta y esquematizada hasta el máximo ahorro de tiempo.
Entre estos impacientes, hay algunos que preparan desenfadadamente la posibilidad de prescindir de la democracia. Se anuncia su carácter fallido, incapaz de proveer los bienes que promete.
Soy de los que se ponen nerviosos cuando se confunde la crítica política y económica con el llamado a terminar con la democracia. Incluso su condicionamiento me activa una memoria corporal de heridas y pérdidas que me parece imperdonable descuidar.
Hay discusiones a las que solo se puede entrar después de mostrar los dientes. No hay calificación moral ni insulto justo en el lenguaje para el que amenaza dejarnos sin palabras y clausurar el pobre sistema de justicia que tenemos.
“Imbéciles” no se les puede decir, porque estarían más allá de la conciencia y de la responsabilidad. “Desgraciados” es otra posibilidad menor en que la constatación de un infortunio despoja de fuerza al adjetivo que queda en un simple “tal por cual”. Denunciarlos por ignorancia no afecta más que al carácter cognitivo de la falta. La tontera se ha ablandado y la madre ya no provoca sino que descalifica al que la profiere. Los insultos políticos perdieron su eficacia en dictadura. Ni extremista ni fascista tienen hoy una carga de elocuencia suficiente.
La literatura ha distinguido entre la figura benéfica del idiota, el simple de espíritu, y el estúpido. El estúpido es el mezquino, el estrecho de miras y la mala fe del tramposo, el cobarde jactancioso.
Estúpidos son los que fingen no entender que la igualdad es el fundamento del principio mayoritario. La democracia no es sólo el gobierno de la mayoría, sino de la mayoría entre los iguales. Su legitimidad no está en la eficiencia ni en la elegancia ni el número, sino en la dignidad de la igualdad. En democracia todos tenemos la misma capacidad y por eso las descalificaciones, lo asumo, son inevitablemente reflejas.