Las lágrimas del héroe
Por Fernando Balcells
“Los héroes masculinos se engrandecen con un buen llanto”.
Por Fernando Balcells
Puede haber un heroísmo seco y falto de elocuencia como el de tantas mujeres que la historia no califica, pero los héroes masculinos se engrandecen con un buen llanto. Desde el lamento ambiguo de Aquiles por la pérdida de su amigo al llanto narcisista de Vidal por la pérdida de su Ferrari, las lágrimas no sólo lavan los pecados, sino que encienden la compasión del público.
Es de esperar que los políticos no saquen cuentas alegres de los débiles estándares éticos que mostramos en el tropiezo del héroe. Nuestros políticos deberían aprender de la literatura heroica que a nadie le interesan sus discursos y que todos esperamos las muestras de su dolor. Aunque sea como reconocimiento de su desidia o ejercicio de rehabilitación de sus impedimentos musculares, sería bueno que empezaran a ensayar las distintas vocalizaciones de la disculpa. La emoción reemplaza con ventaja la oratoria razonable e insignificante. Sin el dolor que evidencian las lágrimas, el arrepentimiento no alcanza a tocar la pasión de los otros. Una política sin llorar no es de machos sino de marionetas.
Ahora, hay que tener la gracia de Arturo y que no tiene la reina para el llanto. No basta vacilar, carraspear y bajar la cabeza para que la pena pase de uno en otro. Lo contrario del llanto es el lloriqueo del que se queja de un daño fingido y que a falta de sinceridad debe exagerar su gesto o apelar a la infaltable sensiblería. El mismo Vidal es maestro en el arte de dejarse caer fulminado por una falta que no le han cometido y que permite encubrir un error. Pero en esta vuelta su desconsuelo pareció sincero.
La impostura todavía es el homenaje del cálculo sentimental a la emoción verídica. Hay toda una corriente política de llorones opuesta a una cultura de machos inconmovibles, que juegan a oponer los reflejos secos y húmedos en la política. Hay culturas, amadas por nuestro pueblo, que han profesionalizado a las lloronas y donde los empleos de medio tiempo se ejercen en el asesinato. Ellos comen bailan y se ríen de la muerte de una manera que hemos perdido de vista en nuestro lío amoroso con la técnica.
En el drama chileno, la tristeza y el desprecio se presentan subsumidos en la austeridad de la técnica. Llorar y maldecir están asociados en el mal gusto de una política descreída y sin promesas. En este páramo del desapego, las vidas ilustres se nos presentan pero no alcanzan a configurarse y desaparecen en medio de la total indiferencia del mundo ante su pérdida. El bien común, en esta isla cultural es una noción abstracta, una generalidad o, en el mejor de los casos, una concesión a los inocentes. Las misiones épicas en la política, la liberación de las opresiones, la salvación del dolor o la reacción sanadora están cada vez más entregadas a la inercia de la burocracia.
La banalidad de la vida pública se rompe cuando aparece herido uno que cabalga en un Ferrari, tatuado y peinado como maorí y que nos ha salvado clavando a los adversarios con su lanza de fuego. Ese se merece nuestro perdón y, a condición de perseverar en el heroísmo, se merece incluso nuestra simpatía.