Universidades estatales
Por Luis Cordero Vega
“Muchos de los incentivos en la universidad estatal pueden ser ilegales si no se ajustan a legalidad de un servicio público”.
Por Luis Cordero Vega
Durante las últimas semanas, a consecuencia de las obligaciones que se pretenden establecer para acceder a la gratuidad en la educación superior, se ha vuelto a discutir sobre el denominado nuevo trato a las universidades del Estado. Existen quienes discrepan de una prioridad así, porque concentrar los esfuerzos en este tipo de universidades afectaría la pluralidad del sistema educacional, porque el concepto de “universidad pública” no puede depender de la propiedad, de modo que la discusión se debería concentrar en cuáles son las reglas de igualdad para el funcionamiento de la totalidad del sistema.
Los críticos olvidan, sin embargo, que para que sean posibles esos objetivos es necesario corregir uno de los problemas estructurales de las universidades del Estado, que corresponde a su tratamiento legal como servicios públicos, con todo el régimen de restricciones que eso implica. Esto se traduce en que muchos de los incentivos y modelos de gestión universitaria razonables en cualquier institución que incluso recibe fondos públicos, en la universidad estatal pueden ser considerados ilegales, la Contraloría los puede objetar porque no se ajusta a legalidad de un servicio público y sus académicos pueden incurrir fácilmente en incumplimiento de las obligaciones definidas en el estatuto administrativo.
Existen buenos argumentos para preocuparse de dotar de un estatuto razonable a las universidades estatales, no sólo desde la perspectiva de sus objetivos, fines y organización, ampliamente democráticos en sus claustros. La discusión sobre qué es genuinamente una universidad pública requiere previamente reconocer que no es sostenible que las universidades del Estado estén sujetas a las mismas restricciones de cualquier servicio público, entre otros motivos, porque el bien público perseguido con ellas es completamente diferente al resto de la organización administrativa.
Al final del día, la ironía de este proceso es que mientras algunos sostienen que las universidades del Estado deben competir en condiciones de igualdad con otras instituciones universitarias, esa pretensión se hace imposible cuando las cuestiones estructurales, básicas para esa competencia, son desiguales en perjuicio de uno de los participantes.
En la actual coyuntura pareciera sensato no olvidar esta circunstancia, pues una reforma legal que busque dar flexibilidad a las universidades del Estado debe apartarlas de ese absurdo estatuto de “servicio público”, llevándolas a un modelo de organización que precisamente permita las condiciones de igualdad y competencia que muchos desean, y que serían positivas para la totalidad del sistema universitario.