La crisis del Bicentenario
“Si nuestra transición comienza un año 1990, el ciclo de hace cien años empieza en 1891”.
Son sorprendentes los paralelos entre el “ciclo” político que va de la transición al momento actual y un ciclo ocurrido alrededor de cien años antes.
Si nuestra transición comienza un año 1990, el ciclo de hace cien años empieza en 1891, tras el fin de la Guerra Civil.
Ambos procesos llegan a su momento de diagnóstico en instantes parecidos: nosotros en 2011, con las movilizaciones estudiantiles y sociales. La llamada “Generación del Centenario” evidencia la crisis de su época justo en el momento de las celebraciones, desde 1910 en adelante.
Ambos procesos se relacionan con una clase social que irrumpe en la vida nacional. Si la crisis del Centenario coincide con la emergencia del proletariado, la crisis actual tiene que ver con la aparición de una creciente clase media, que en 1990 era alrededor de un 20%, y hoy es cerca de un 50% (Banco Mundial 2012).
En ambos casos el diagnóstico presenta similitudes. Encina describe la crisis del Centenario como un malestar profundo debido a la inadecuación entre las nuevas pulsiones y anhelos de los sectores emergentes y la institucionalidad. De los chilenos del Bicentenario sabemos que son felices en la esfera íntima; no, en cambio, cuando deben interactuar en el mercado y el Estado. O sea, hay, también, algo parecido a una inadecuación entre pulsiones e institucionalidad (encuesta PNUD 2012).
Y si en 1910 se hablaba de una oligarquía, esto es, de una élite que era incapaz de comprender la situación y darle una salida plena de sentido, algo similar se dice —y no siempre con exageración— de la actual clase dirigente.
En 1910 se evidenciaban signos preocupantes de corrupción. En el período que se cerraba, había predominado una mentalidad mercantilista. En nuestros políticos de la transición, prevalece la atención a los asuntos económicos. La corrupción —piénsese en el financiamiento de los partidos— se hace presente también al final de nuestro ciclo.
Con severos desórdenes terminó el ciclo de un siglo atrás. Manifestaciones, ruido de sables, golpes, dictaduras, matanzas; la crisis, superada recién desde la segunda mitad o quizás hacia fines de los años 30. Fueron, en todo caso, más de diez los años de inestabilidad profunda.
La clase media no es el proletariado, sus demandas son muy distintas, su irritabilidad no decanta directamente en violencia. El hambre ha cedido, fundamentalmente, entre nosotros. Pero, así como van las cosas en nuestro país, la combinación de una élite que acusa síntomas oligárquicos, con un sistema institucional inadecuado a las pulsiones y anhelos del pueblo, de la nueva clase emergente, parece estar creando el ambiente propicio para un período de inestabilidad.
¿Cómo enfrentarlo? De eso quiero comenzar a escribir.