Madrina
Por Carlos Franz
“Pasada la medianoche, en las terrazas de moda frente a la Puerta de Alcalá se disfruta el vientecillo que a esa hora sopla desde el Parque del Retiro”.
Por Carlos Franz
No es difícil encariñarse con Madrid. Hasta su nombre resulta acogedor: suena a “madre” o incluso, mejor, a “madrina”. Será por eso que sus hijos adoptivos volvemos a ella seguros de ser recibidos con esa característica brusquedad suya que disimula su ternura. Quienes conocemos a nuestra madrina sabemos que después de sus hoscos saludos nos espera un abrazo robusto y caluroso. Más caluroso ahora porque, según el termómetro, la ciudad lleva tres semanas con cuarenta grados de fiebre.
Esos calores son una prueba de fuego que confirma el buen genio de esta capital supuestamente ruda. En casi cualquier otro sitio una población sometida a tales calenturas enloquecería, el crimen se dispararía y el orden se caería a pedazos. Si a estas temperaturas febriles le añadimos un sexenio de crisis profunda y cincuenta por ciento de desempleo juvenil, el resultado debería ser un infierno social seguro.
Sin embargo, en lugar de irse al infierno o mandarnos a él, los madrileños esperan a que lo peor del día haya pasado para salir a pasear y a quejarse de su mala vida, hasta pasada la medianoche. ¿Cómo no vamos querer a una madrina como ésta que, a sus años y con sus achaques, se da maña para irse por ahí y hasta tan tarde?
La otra noche en Malasaña, a corta distancia del paseo de Fuencarral con su ajetreo de tiendas, veo a un par de señoras sentadas en unas sillitas de paja, a la puerta de su casa, abanicándose y cotilleando. Esta imagen tan castiza no la he leído en un libro de Galdós o en una crónica de Larra; la he visto en el siglo XXI y en pleno centro de Madrid. Las viejas criticaban a dos chicas que se besaban en la puerta del bar de la esquina, mientras afirmaban a golpes de abanico: “aquí no hay quien viva”.
Pero sí que se vive. Y hasta se goza. Pasada la medianoche, en las terrazas de moda frente a la Puerta de Alcalá se disfruta el vientecillo que a esa hora sopla desde el Parque del Retiro. Una multitud de turistas extranjeros se mezcla con los madrileños que prefieren su ciudad en verano, menos congestionada y últimamente muy animada por numerosas actividades culturales.
Esa mezcla afortunada entre silla de paja puesta en la calle y bares de moda, entre capital de provincia remolona y gran urbe europea agitada, explica parte del encanto de esta ciudad de acogida. Más de un tercio de sus habitantes no son “gatos” —no son madrileños— pero Madrid los recibe con paciencia, como a ahijados.
A las madrinas hay que honrarlas casi más que a las madres, puesto que su amor —no obligado por la sangre— es pura generosidad. Por eso, cada vez que vuelvo, le presento mis respetos a esta madrina mediante algunos ritos. Me eternizo en La Casa del Libro o, ahora, en La Central de Callao. Saludo al Arcimboldo que tienen medio escondido en la Academia de San Fernando. Almuerzo en la terraza del Botánico hasta las siete de la tarde. Me tomo uno o varios olorosos en La Venencia (un viaje al silencio de la posguerra)…
De ahora en adelante agregaré a esos ritos uno más. El domingo pasado, Pedro Núñez —el gran artista visual—, buen conocedor del “Rastro profundo”, me guió por los vericuetos de ese mercado de las pulgas. En una callejuela dimos a bocajarro con un tesoro ya escaso en ferias como ésta. Un gitano ofrecía, tirada sobre la acera de la sombra, una antigua biblioteca completa. La selección de autores, la calidad de las obras y sus empastes decimonónicos, todo revelaba que esos libros pertenecieron a un mismo lector culto y refinado. Es como si hubiéramos hallado, tendido en la calle, el cadáver de un intelecto. Conmovido —y codicioso— compré una colección completa de La Comédie humaine, de Balzac, por cuatro perras.
Ya sobre las tres de la tarde, celebramos con Pedro Núñez aquel hallazgo en una tasca bulliciosa. Comimos de pie deliciosos caracoles de viña con chorizo y zarajos (tripas enrolladas en un palo y fritas), regados con cervezas heladísimas.
Espíritus escépticos dirán que me mareé con ese “caracolicidio” pantagruélico y las muchas cervezas. Pero yo juro que al salir a la calle soleada y deslumbrante, sentí el abrazo caluroso de la madrina y su beso humedeciéndome la frente. Su voz ronca me decía, al oído: “¡Bienvenido, chaval!”.