Yo asumo la responsabilidad
“El ministro desinfló la grandeza del reconocimiento y descargó la responsabilidad en otro”.
En medio de la tormenta, acechados por peligros desconocidos y en la inminencia del desastre, de pronto se alza una voz que dice “yo asumo”. El impacto dramático de ese gesto pudo tener la altura del histórico “yo acuso” de Émile Zola en el caso Dreyfus. ¡Si tan solo el asumir hubiera tenido la consecuencia de un acto de valentía!
A propósito de la renuncia de un intendente a dos días de nombrado, el ministro Burgos dijo: “Yo asumo la responsabilidad”. Inmediatamente agregó: “Aunque él no me informó”. El suplemento de la declaración desinfló de inmediato la grandeza posible del reconocimiento y descargó la responsabilidad propia en el otro. El “yo asumo” tuvo la frescura de una novedad en el aburrido ambiente de las responsabilidades escamoteadas, pero tuvo también la falta de elegancia de desmentirse a reglón seguido, en los tonos bajos de su discurso.
Este mismo martes, el Parlamento realizó su primera cuenta pública al país, y el Presidente del Senado declaró: “No estuvimos a la altura de nuestras responsabilidades”. Refiriéndose a malas prácticas que no mencionó, dijo que “eso era tolerado antes, pero no lo será nunca más”. En el mismo movimiento de elegancia compungida del ministro, hizo amago de reconocer una serie de faltas, para sepultarlas instantáneamente en el pasado, en una promesa de probidad futura.
Todo el despliegue discursivo de las autoridades permanece en el plano de las responsabilidades sin consecuencias. No importa la diferencia entre lo que está codificado administrativamente y lo que responde a exigencias políticas o morales. Lo que interesa es que si las responsabilidades no tienen asociado un control eficiente y una sanción, entonces, brillan, se difuminan y se extinguen. Hemos consagrado un sistema político a cargo de irresponsables confesos.
En la retórica de los descargos y las inconsecuencias de la responsabilidad, los tópicos se repiten. No pude, no supe o fui engañado.
Uno habría esperado que ante tan penosa situación se hubiera nombrado una comisión investigadora independiente que, en un plazo breve, informara al público sobre las faltas a la probidad. Además de sanciones, era de esperar que se propusiera, al mismo Parlamento, la formación de una Contraloría técnico-ciudadana, autónoma, permanente.
Se ha dejado pasar la oportunidad y no queda más que pedir una doble intervención, primero de lo bajo y después de lo alto. Pasemos a una nueva etapa de la ciudadanía y volvamos a hacerla participe y responsable de los controles sobre las autoridades tentadas por la amoralidad y el delito. ¡Perdónalos, Señor, que ellos ya se perdonaron!