Andando por Madrid
“Muchos latinoamericanos han escrito sobre Madrid, pero lo han hecho, quizá, en épocas en que la distancia, la incomunicación, añadían alguna forma de misterio”.
Un amigo madrileño, miembro del servicio exterior de su país, partió hace pocas semanas a ocupar un cargo en la embajada española en Tokio. Se había dado a conocer como poeta fino, más bien ocasional, y las circunstancias lo han convertido en asiduo cronista. Todas las crónicas que escribe, y las que seguirá escribiendo, son inevitablemente japonesas. Así tienen la unidad temática, la novedad, el exotismo, asegurados. Leeremos las crónicas japonesas de Carlos Maldonado, observador inteligente, lector de calidad y curioso, con gusto, con fidelidad, con provecho. Pasarán a ser costumbre, y me parece que esa es una de las ventajas de un género aparentemente modesto, como es el de la viñeta, el boceto, la crónica, el mini ensayo o ensayo mínimo.
El enfoque japonés me hace pensar en un posible, accesible, probable, enfoque madrileño. Muchos latinoamericanos han escrito sobre Madrid, pero lo han hecho, quizá, en épocas en que la distancia, la incomunicación, añadían alguna forma de misterio. Ahora Madrid es como una esquina de Bogotá, una calle de la parte sur de la Alameda de Santiago, el sector de Miraflores o de San Isidro de Lima. Joaquín Edwards Bello tiene un conjunto de crónicas agrupadas bajo el título: “Andando por Madrid y otras páginas”. En una de ellas se dedicó a contar chistes literarios del Madrid de su época. Por ejemplo, chistes sobre doña Emilia Pardo Bazán. Creo que recuerdo uno de esos chistes: ¿En qué se parece doña Emilia al tranvía número diez? En que pasa por Lista y no llega a Hermosilla. Una de las crónicas hablaba de un embajador español del siglo XIX en Moscú y de su añoranza de la sopa de ajo, que en Chile llamamos sopa de pan.
Edwards Bello, que era bisnieto de don Andrés Bello, a quien nombraba como el bisabuelo de piedra, ya que se lo encontraba en estatua en los más diversos lugares, escribió una novela casi exclusivamente madrileña, “El chileno en Madrid”. Es divertida desde la primera línea y tiene páginas verdaderamente interesantes. El narrador vivía en una pensión de tercera clase situada detrás de la Puerta del Sol, en una calle que se llamaba, si no me equivoco, Carmen. Conocía a fondo todos los garitos y las tabernas de juego del sector. Se reunía en un café cercano con personajes como Ramón Gómez de la Serna, el pintor Zuloaga y me parece que Alejandro Sawa, escritor de Madrid y de París. Asistió a un desfile en bicicletas, en automóviles de capota abierta y en carrozas del Rey Alfonso XIII y de su corte. Las mujeres del pueblo de Madrid, aglomeradas en Sol, exclamaban cosas extraordinarias. “¡Ricuras, les gritaban a los ministros, a chupar del bote!”
Otro gran cronista de Madrid fue el mexicano Alfonso Reyes, uno de los grandes prosistas de nuestra lengua en el siglo veinte. Reyes era capaz de escribir ensayos sobre la época helenística y sobre la biblioteca de Alejandría, a la que algunas conocían como el “gallinero de las musas”. En una librería de viejo de la calle San Diego conseguí un ejemplar de crónicas de don Alonso sobre la cocina de Madrid: cocidos, pilpiles, fabadas y pochas llegadas de más al norte. Si a las pochas de La Rioja y de Navarra agrega usted un poco de calabaza y de maíz, el resultado son los porotos granados chilenos, que sólo se cosechan desde la mitad de la primavera hasta avanzado el verano austral. Una de sus variedades son los pallares, que sólo se encuentran en valles de la costa y son más grandes, más blancos, de gusto más discreto, pero que en manos de ancianas cocineras del pueblo de Zapallar pueden dar resultados casi milagrosos.
El que siempre escribió sobre Madrid, en verso y a veces en prosa, y desde la distancia y la nostalgia, habría que añadir, fue Pablo Neruda. En “Memorial de Isla Negra”, memoria en verso de sus sesenta años, de 1964, mejores, para mi gusto, que las memorias en prosa que siguieron y que fueron demasiado pedidas, de algún modo exigidas, al final manipuladas, escribía: “Me gustaba Madrid por arrabales…”, y hablaba en seguida de “calles de cordeleros y toneles/trenzas de esparto como cabelleras…”. Eran recorridos suyos, acompañado de la pintora gallega Maruja Mallo, por las cercanías de la Plaza Mayor y La Latina, por la Plaza de Puerta Cerrada, la Cava Alta y Baja, la calle de Segovia. Es decir, el Madrid de Pérez Galdós y el de Pablo Neruda coinciden en alguna medida, y el de Joaquín Edwards Bello y Alfonso Reyes no andan lejos. Son espacios urbanos y espacios literarios, mentales. Ahora hacemos esfuerzos diplomáticos e institucionales de todo orden, con gran esfuerzo, con notables despliegues tecnológicos, y me pregunto si conseguimos una comunicación tan eficaz, tan de fondo, como la de los años veinte y treinta del siglo pasado, un tiempo en que Unamuno, Azorín, José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Pío Baroja, publicaban en La Nación de Buenos Aires, en El Mercurio de Santiago, en El Comercio de Lima.
El poema de Neruda termina con una visita a la calle Wellingtonia número 3, donde lo esperaba “la sonrisa que nunca he vuelto a ver/ en el rostro/ –plenilunio rosado–/ de Vicente Aleixandre…”. Son chispazos, momentos, visiones fugaces, pero que revelan la existencia de un tejido sólido, mejor armado que los de ahora, tecnología mediante o no tecnología.