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Inicio» Columnistas » Jorge Edwards » El país del Rey Ubú

El país del Rey Ubú

“Una Cuba moderna, democrática, sería muy importante para la América Latina de hoy”.

Publicado el 25/09/2015

El fin de la ruptura diplomática entre Estados Unidos y Cuba podría permitir una relativa apertura del mercado económico en el interior de la isla. Es probable que las cosas se orienten en esa dirección. Pero no se ha producido ninguna señal de que la posible apertura económica vaya acompañada de una apertura política, de una democratización de la vida cubana, de un aumento del espacio de la libertad. Lo que se ha notado hasta aquí, más bien, es una mejora de las relaciones formales con Washington y con el Vaticano, un intercambio de banderas y de sonrisas, algunas misas públicas, pero un notorio reforzamiento de los controles internos. Hubo intercambios de concesiones y liberación negociada de presos políticos, pero la situación de partido único, de rechazo institucional, legalizado, de toda forma de oposición, de censura estricta de toda forma de pensamiento libre, no ha tenido el menor cambio. Más bien se han notado indicios claros de retroceso, de agresiones menores, pero constantes y eficaces, a la disidencia, a la discrepancia de cualquier clase. No hablemos de oposición política formal, porque ésta, en el extraño país en que se ha convertido la Cuba de hoy, está prohibida por la Constitución de Estado. Es el país del Rey Ubú de los novelistas del surrealismo europeo del siglo pasado.

En estas condiciones, excluir a los disidentes, incluso a los más moderados, en las ceremonias de reanudación de las relaciones diplomáticas, así como el propósito declarado del Papa Francisco de no reunirse con ninguno de los discrepantes, de los disconformes, son actitudes que me han parecido de poca sensibilidad cultural, democrática, histórica. Porque el restablecimiento de relaciones entre La Habana y Washington deja en evidencia un aspecto del problema, y un drama de fondo, que el castrismo había conseguido disimular con notable astucia. Después de la crisis de los misiles de octubre de 1962, resuelta de manera directa entre John Kennedy y Nikita Kruschev, la amenaza del imperialismo, del ataque exterior, había desaparecido. Había en esos días una delegación de primer nivel del partido comunista chileno en Moscú y se reunió con Kruschev en el Kremlin. “¿Por qué no consultó usted a Fidel Castro antes de retirar los misiles?”, preguntaron los chilenos al secretario general. “¿Y si Fidel hubiera dicho que no?”, contestó Kruschev.

Ahora sabemos que Fidel había propuesto lanzar misiles nucleares contra Estados Unidos. Y se dice que al conocer el acuerdo alcanzado por Kruschev a espaldas suyas, rompió un espejo de una bofetada.

Lo que me parece evidente, a lo largo de todos estos años, es que Fidel Castro no ha luchado contra fantasmas imperiales, contra feroces e inescrupulosos enemigos externos, sino contra los cubanos partidarios de las libertades democráticas, de las elecciones libres, del derecho a entrar o salir de la isla, de leer los libros y de ver las películas que ellos elijan, y no los que les asigne un Hermano Mayor digno del “1984”, de George Orwell. En el siglo XIX latinoamericano se hablaba de los caudillos ilustrados, seguidores del despotismo ilustrado español, y de los caudillos bárbaros. No sé si Fidel podría optar a la categoría de ilustrado, pero yo, por lo menos en mi caso personal, no podría sonreír con gusto al darle la mano.

Lo que ha conseguido de verdad el fidelismo no ha sido detener al “imperialismo yanqui”, sino dividir el país en dos partes polarizadas, congeladas, aparentemente irreconciliables. Las señoras sentadas en los Comités de Defensa de la Revolución, vigilando desde sus cubículos todo lo que ocurre en la manzana, son equivalentes a las tejedoras a los pies de la guillotina en los años más terribles del gobierno de Robespierre. Pero hay una diferencia importante: los exiliados del castrismo no sólo fueron los poderosos del Antiguo Régimen. Fue un exilio transversal, que azotó a todas las clases. Y no nos olvidemos de los numerosos exiliados interiores, que merecerían una historia aparte.

Mi posición particular con respecto a Cuba me ha permitido conocer mucho de la disidencia interna y externa: médicos, paramédicos, escritores, profesores, historiadores, libreros, obreros, mesoneros y un muy largo etcétera. Me parece ahora, y lo digo sin demagogia, sin deseo de escándalo, que es lo mejor de la isla. Por ejemplo, descubrí que en Miami hay libreros de viejo y pequeños editores que antes estuvieron en La Habana y que se vieron obligados a salir al exilio. Y encontré en Santiago de Chile que uno de los jefes de psiquiatría de la Clínica Las Condes es el doctor Rojas, hermano de Rafael Rojas, el notable historiador que vive y trabaja en México, hijos, ambos, del rector de la Universidad de La Habana de mi etapa de diplomático en la isla.

Afirmar que no se quiere saber nada del exilio o de la disidencia cubana es un error grave. Por el contrario, Estados Unidos tuvo programas para la democratización de la isla y ahora es el momento de actualizarlos. Cuando cayeron los regímenes de Europa del Este, Octavio Paz, poeta mexicano, ensayista, hombre de ideas, organizó en Televisa una reunión de intelectuales que habían sido reprimidos en esos lados. Ahora habría que hacer cosas parecidas con respecto a Cuba. Una Cuba moderna, democrática, sería muy importante para la América Latina de hoy. La otra alternativa sería la economía libre y una férrea dictadura política, al estilo chino, con el agravante de un gobierno dinástico, a la manera de Corea del Norte. ¡El Rey Ubú en el gobierno!

Jorge Edwards

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