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Perspectivas nuevas

Los círculos morados con que uno salía del Café Bosco o del Club de los Hijos de Tarapacá, a altas horas de la madrugada, eran maravillosos y delatores, triunfales y culpables”.

Publicado el 11/09/2015

La vanguardia estética es una cosa. Es un fenómeno conocido, concreto, interesante, que ya tuvo su época. A mis quince años de edad, en un caserón ya desaparecido de la Alameda casi esquina de la calle Carmen, frente al cerro Santa Lucía, escribía poemas surrealistas y trataba de someterme a las normas, o más bien a la falta de normas, del dictado automático. Fueron años en que conocí a Teófilo Cid, a Jorge Cáceres, a Luis Oyarzún y a Enrique Gómez Correa. ¡Qué tiempos, qué Santiago de Chile, qué nostalgias! En esa época me interesé por la literatura brasileña y la portuguesa, por las crónicas de Rubem Braga, que era adicto comercial de la Embajada del Brasil en Santiago, por la poesía de Drummond de Andrade, por la prosa de Clarice Lispector y de Joaquim Maria Machado de Assis. Perdí mucho tiempo y gané, también, mucho. Hubo largas horas de lectura y demasiado consumo de vinos litreados. Los círculos morados con que uno salía del Café Bosco o del Club de los Hijos de Tarapacá, a altas horas de la madrugada, frente a amaneceres lívidos encima de la torre de la iglesia de San Francisco, eran maravillosos y delatores, triunfales y culpables. Por eso los usé como títulos para mis memorias.

Ahora he dialogado en Madrid, en un desayuno editorial, con Lucrecia Zappi, brasileña inteligente, cosmopolita, de gran talento narrativo, enamorada de la literatura con un amor perseverante, que habría que seguir con la máxima atención. Lucrecia ha escrito una novela con el título de “Jaguar negro, Onça preta”. La editorial La Huerta Grande, que inicia su andadura en España en estas semanas, ha presentado la traducción del libro al español.

La novela relata un viaje al interior, iniciático, de búsqueda del padre. Tiene algo que ver con Sigmund Freud, con las ciencias naturales, puesto que el personaje principal, femenino, estudia botánica en la Universidad de Sao Paulo, y con el descubrimiento de una naturaleza, de plantas y animales, de formas de vida, que pertenecen a etapas históricas anteriores. Me ha traído recuerdos de las primeras novelas de Alejo Carpentier, de “Los pasos perdidos”, y cuando converso con la autora de literatura latinoamericana me habla de inmediato de Carpentier, uno de sus autores más admirados. También me hace preguntas sobre Neruda, un mito para ella, y como el personaje le parece tan legendario, tan mitológico, prefiero no mencionarle que lo conocí en persona. ¡Quizá cómo me miraría! Después hablamos de Thomas Mann, a quien admira por la complejidad de sus historias de familia, por sus referencias clásicas. Y es una lectora entusiasta de las crónicas de Rubem Braga, ahora recogidas en diversos volúmenes y ampliamente distribuidas en todo el mundo de lengua portuguesa.

Me pregunta, sorprendida, que cómo conocí a Rubem Braga. Le cuento que a la caída del gobierno de Getulio Vargas, mucho antes de que ella naciera, Rubem, que había sido opositor a la dictadura y a quien Vargas había prohibido publicar sus crónicas, fue premiado por el gobierno que siguió, encabezado por el Presidente conservador Café Filho, con el cargo de jefe de la oficina comercial de Brasil en Chile. Fui un día a una exposición de pintura, ya no recuerdo de quién, en la Escuela de Bellas Artes de Santiago, y alguien me dijo: “Conversa con ese brasileño. Es un escritor conocido y cuenta cosas interesantes”. Conversé con el brasileño, que era Rubem, hablamos de cosas del Brasil, de Francia, de Chile, y nos hicimos amigos. En aquellos meses de su instalación en Santiago, él arrendaba una casa en la calle Roberto del Río. En las tardes salía de su oficina en la calle Santa Lucía, tomaba unos whiskies en el Hotel Carrera, en el Waldorf, en lugares parecidos, y después se olvidaba de dónde había dejado su automóvil. Optó, por prudencia, por realismo, entregar su casa de Roberto del Río e instalarse en un hotel que quedaba a la vuelta del Carrera, en una calle lateral. Después me invitó a Río de Janeiro y fuimos un fin de semana a casa de unos amigos suyos, en el balneario de Cabo Frío. Allí había un grupo de poetas que se habrían podido llamar de vanguardia, herederos directos de la famosa “Semana de Arte Moderna” de Sao Paulo, y me regalaron un libro de un poeta entonces desconocido, de origen portugués, Fernando Pessoa.

Escribí sobre Pessoa en la prensa chilena y algunos me paraban en la calle y me preguntaban: ¿Por qué escribiste sobre el Chico Pezoa? El Chico Pezoa, de nombre Fernando, era un personaje simpático, un tanto nocturno, que trabajaba en la Municipalidad de Santiago. Yo tenía que insistir en que el autor de mi ensayo se llamaba Pessoa, con dos “eses” y no con una zeta castellana.

Mi acompañante brasileña, que está en lo mejor de su cuarentena, se reía a carcajadas con estas historias. Estuve hace algunos años en Lisboa, en la llamada Casa de Fernando Pessoa, y conté esta misma historia, y un personaje algo mayor, desde el fondo de la sala, me dijo que él quería conocer la poesía “do Pezoa municipal”. Me pareció un notable caso de curiosidad literaria. Ahora me propongo buscar en las librerías de viejo de Santiago las obras del “Pezoa municipal”. Quiero guardar alguna en mi biblioteca y mandarle otra a la bella y simpática Lucrecia Zappi, novelista brasileña nacida en Buenos Aires y que estudió Literatura Creativa en un taller de la Universidad de Nueva York dirigido por E. L. Doctorow.

Jorge Edwards

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