Universidades católicas y la reforma
“La educación católica no puede dedicarse a defender sus propios intereses, sino a la búsqueda de la verdad en una sociedad pluralista”.
Hace 25 años, el Papa Juan Pablo II entregó la Constitución “Ex Corde Ecclesiae” para las universidades católicas. Había entonces 245 mil estudiantes en nuestra educación superior. Hoy tenemos un millón 200 mil estudiantes, en 162 instituciones, entre ellas 60 universidades. Pasamos de una educación superior para una élite a una que ha incluido a vastos sectores sociales; de un sistema homogéneo a uno muy diverso, con pocas universidades complejas y muchas de carácter profesionalizante, como consecuencia del aumento de egresados de enseñanza media, que creció del 48% en 1995 al 78% en 2013, y la necesidad de formación de profesionales y técnicos para sustentar el desarrollo del país. La diversidad se ha expresado también en la calidad y los costos de los estudios. El sistema tiene mayores regulaciones, a través del Consejo Nacional de Acreditación y del financiamiento público de becas y créditos: un 52% de los estudiantes recibe algún tipo de apoyo. Este contexto de masificación explica la necesidad de nuevas reformas que permitan garantizar calidad y equidad.
El movimiento estudiantil tradujo esta necesidad en el fin al lucro y la gratuidad universal. El programa del Gobierno comprometió un cambio de paradigma: la educación concebida como “derecho social”. El sello de la reforma es la igualdad, y sus ejes la institucionalidad y el financiamiento. La igualdad llegaría con la gratuidad universal, los requisitos para acceder a ella, la creación de dos universidades y varios centros de formación técnica estatales, además de una superintendencia y la reforma al sistema de acreditación. Pero se ha perdido la oportunidad de hacer una discusión más amplia: ¿hacia dónde queremos ir con nuestro sistema educacional? ¿Cómo lo ligamos a las necesidades del desarrollo del país? ¿Cómo aporta la educación superior a la construcción de una vida más humana?
La educación católica puede hacer una contribución en este sentido. El Papa Juan Pablo II da pautas importantes cuando señala que su misión es “la ardiente búsqueda de la verdad y su transmisión desinteresada a los jóvenes y a todos aquellos que aprenden a razonar con rigor, para obrar con rectitud y para servir mejor a la sociedad” (ECE, n. 2).
Esto significa que la educación católica no puede dedicarse a defender sus propios intereses, sino a la búsqueda de la verdad en una sociedad pluralista, que se nutre en el diálogo con otras verdades y aporta en conjunto a la construcción de una humanidad mejor. Sin renunciar a sus fueros, actúa respetando la diversidad, e intentando develar desde el conocimiento, la razón y la fe, los caminos para procurar el bien común.