Los nuevos desafíos de Alemania
“Nadie duda en Europa de que el resultado de esta crisis dependerá de cómo Berlín se haga cargo de ella”.
El escritor francés François Mauriac pronunció , en plena Guerra Fría, una frase que después se hizo célebre: “Me gusta tanto Alemania que preferiría que hubiera dos”. Ese fue el espíritu, no siempre declarado con tanta gracia, de muchos habitantes de Europa en los años que mediaron entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín. El temor a una potencia unificada que volviera a ejercer su hegemonía en el Viejo Continente, como había ocurrido desde el ascenso de Prusia a mediados del siglo XIX hasta 1945, hizo que no pocos -desde ciudadanos de a pie hasta líderes políticos- se sintieran más tranquilos con la existencia de dos Alemanias.
Hoy se cumplen 25 años de la reunificación y aquellos temores se han demostrado injustificados. Alemania, como era previsible, sí se ha consolidado como el país más influyente de Europa, pero ese poder se ha traducido en un liderazgo constructivo. Los gobiernos desde 1990 hasta hoy -Kohl, Schröder, Merkel- han ejercido el comando con prudencia, cuidándose de no incomodar a sus vecinos. El país ha sido también el motor de la debilitada economía continental y, de la mano con París, el núcleo de creación y ampliación de la Unión Europea.
Por eso, aunque muchos no estén de acuerdo con el método o con los resultados, es indiscutible que la conducción de Berlín ha permitido a la UE actuar como bloque en asuntos como la consolidación de la moneda única, la austeridad fiscal como respuesta a las crisis de deuda pública, la posición común frente a la guerra civil en Ucrania y, en las últimas semanas, la reacción ante el flujo de refugiados de Siria y otros países de África y el Medio Oriente.
Precisamente en la respuesta a la crisis de los refugiados, en el corto plazo, y la construcción de la política migratoria, en el largo, parecen estar los principales desafíos que Alemania, y por extensión Europa, deberán afrontar en los próximos años. El propio ministro alemán de Relaciones Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, admitió el dilema: cerrar fronteras, traicionando los valores de la unidad europea, o permitir el acceso, comprometiendo la adhesión de sus ciudadanos y abriendo el paso al ultranacionalismo y el racismo como actores electorales, como ya ha ocurrido en algunos países del bloque. La Canciller Merkel, y el pueblo alemán en general, han sido generosos para acoger a quienes buscan una oportunidad, a diferencia de los países de Europa del Este. Pero el rechazo a la inmigración ha aumentado y puede traer costos políticos. Lo que nadie duda en Europa es que el resultado de esta crisis dependerá de cómo Berlín se haga cargo de ella.