Viajeros ilustrados
“Me pregunto si Occidente cree que su vieja cultura, su ilustración, su humanismo significan algo en estos días”.
Antes de la guerra interna en Siria, de la llamada primavera árabe, de los horribles atentados y degüellos del EI, estuve de viaje en Estambul, en Israel, en Siria, en el Líbano, en el reino de Marruecos. Hace pocos meses viajé a El Cairo con un objetivo que ahora me parece extravagante: hablar del Quijote en América ante una audiencia de cincuenta personas. Pensaba visitar los barrios históricos de la ciudad, pero había 46 grados centígrados de calor, respirar se volvía difícil, y me quedé, por precaución, encerrado en mi habitación del hotel, donde el aire acondicionado funcionaba perfectamente. El encierro me permitió leer sobre la ciudad, sobre el país, sobre su larga historia. Trato de no ser libresco, pero a veces se entienden mejor las cosas en los libros que en la resbalosa y tramposa realidad. Además, viajar y leer literatura relacionada con los lugares visitados es un placer superior. Aspiro a ser un viajero ilustrado: los libros, diarios y correspondencias producidos por escritores de esta especie son de los que más me gustan. Los de Julio César, de Goethe, de Chateaubriand, de Gustave Flaubert, sin olvidar a Pierre Loti y a nuestro Augusto D’Halmar. Es una lista heterogénea, y podríamos jugar a prolongarla.
No soy experto en el Cercano Oriente o en el mundo del Mediterráneo, probablemente no soy experto en nada, con la única y no confirmada excepción de los alrededores del cerro Santa Lucía de la ciudad de Santiago, pero la observación curiosa, directa y la lectura no son ciencias, son pasiones, son pulsiones propias del espíritu humano, y suelen llevar a conocimientos más seguros que la misma indagación científica. En años anteriores conocí un Cercano Oriente en relativa calma, en un proceso más bien lento, en apariencia controlado, de descolonización, con ilusiones de un futuro pacífico, con negociaciones difíciles, pero que se llevaban a cabo en alguna parte. Ahora, por el contrario, tengo la impresión de una pérdida casi completa del control, unida a un retroceso dramático de la influencia cultural de Occidente. Me pregunto, por otro lado, si Occidente tiene alguna clase de conciencia de este retroceso, si cree que su vieja cultura, su ilustración, su humanismo significan algo en estos días.
En Beirut, hace ya seis o siete años, miré la ciudad desde una colina, en un anochecer, y divisé grandes manchas de oscuridad en numerosos barrios. Alguien me explicó que eran sectores “tomados” por facciones extremistas, explicación que me produjo asombro y una sensación de inseguridad radical. Me pidieron que hablara en francés, aunque los temas de mi charla fueran hispánicos e hispanoamericanos, porque si hablaba en español tendría una audiencia demasiado escasa. Hablé en francés, tal como me habían pedido, y personas del público conversaron más tarde conmigo y me invitaron a una reunión en una casa detrás de las colinas. En ese encuentro amistoso había libaneses de formación francesa, franceses de Francia, ingleses, una pareja rusa, aparte de Felipe du Monceau, que era el embajador de Chile. La sensación de nostalgia, melancolía general e inseguridad era impresionante, pero nadie hacía nada. Nadie estaba en condiciones de hacer nada. Me acordaba del poema de Cavafis, poeta griego moderno de Alejandría, que habla de gente que espera sentada en su casa, en sus jardines, en plazas y callejuelas, la llegada de los bárbaros. Lo cual no significa, desde luego, que los árabes sean los bárbaros. Los bárbaros, en determinadas circunstancias, pueden ser ingleses o alemanes. Basta con descansar algunas horas en los bancos de la Alhambra de Granada para saber que los árabes fueron creadores de una cultura, de una arquitectura, de una jardinería, de sistemas de transporte de agua de un nivel extraordinario.
¿Por qué el terrorismo salvaje de estos días? No tengo una respuesta suficiente, pero sé que desestabilizar un gobierno autoritario sin contar con una alternativa segura, de verdadero progreso humano y político, es un error grave. Los regímenes fuertes del Cercano Oriente, del norte de África eran formas actuales del viejo despotismo ilustrado. Habría sido razonable tratar de llevarlos a condiciones democráticas modernas. Pero ayudar a destruirlos, y después celebrar su destrucción en las calles, sin tener fórmulas de recambio efectivo, era un error serio. En vez de llegar a etapas más avanzadas, se retrocedió a sistemas tribales, a guerras de facciones, sin excluir las guerras religiosas. Hace algunos años, como dije, recorrí países que estaban en dificultades, pero en condiciones de paz relativas. Ahora hay una guerra despiadada en Siria, Israel está cercado y reacciona en forma exclusivamente militar; hay una guerra anacrónica, propia del siglo XIX, de Turquía contra los kurdos; Pakistán y Afganistán se encuentran ferozmente amenazados, y un largo etcétera.
Analizar el papel de Rusia en toda esta complicada situación es enormemente importante. Occidente ganó la Guerra Fría y se olvidó de Rusia. Le dio la espalda y creyó con la más perfecta ingenuidad que la historia había llegado a su fin. Pero Rusia nos toca en el hombro con su mano pesada y nos indica que ahí sigue, que la historia de la humanidad está muy lejos de terminar, que tenemos que continuar en estado de alerta, con los ojos muy abiertos.