El Chile joven
“Compruebo que aparecen caras nuevas y que en algunos cónclaves del día intervienen jóvenes filósofos”.
Me dicen que para mantenerse joven, o, mejor dicho, para envejecer bien, no tan mal, hay que fortalecer determinados músculos, hacer elongaciones en otros, caminar con energía, comer pescado varias veces a la semana. Estoy de acuerdo: cumplo con las normas de salud y estoy empeñado en llegar a ser mi propio médico, sin desdeñar colaboraciones, exámenes de laboratorio, asistencia ajena. Con frecuencia me digo que no tengo tiempo para ser un personaje mayor demasiado bien cuidado, que los cuidados pueden matar a los sacristanes. Antes lo invitaban a uno a dar una conferencia y le mandaban los pasajes. Ahora mandan formularios complicados, piden copias escaneadas de diferentes cosas, hacen preguntas perfectamente inútiles. Preguntan, por ejemplo, si uno es vegetariano, si prefiere ventana o pasillo, si es partidario de dormir en determinados colchones y no en otros. Prefiero pasillo, pero no me disgusta estar en la ventana. Me alimento de lechugas, pescados, corderos. Algunas hermosas actrices de Hollywood, admiradoras de narcotraficantes, me condenarán por carnívoro, por aburguesado, por preferir la música de Robert Schumann, por lo que sea. Me entrego de manos maniatadas, pongo la cabeza en el sitio de la decapitación. Me digo que las celebridades hollywoodenses, por suerte, no saben de mi existencia. Sólo leen a Paulo Coelho o a Perico de los Palotes. Aconsejo, por mi lado, aparte de los temas musculares, medicinales, no dejarse dominar por la rutina, mantener la curiosidad abierta, leer cosas nuevas, ver películas antiguas y recientes, no dejar de asistir al teatro y a conciertos. Me aseguran que “Sueño de una noche de verano”, en la versión de nuestro Teatro a Mil, es populachero, lleno de chistes malos, de guiños simplones a la galería. Admiro a Héctor Noguera desde hace mucho tiempo, me gusta su personaje de actor, pero me abstengo, por higiene intelectual, de asistir a esta versión criolla de Shakespeare. Desde que leí en mi adolescencia a José María de Pereda, tengo cierta desconfianza frente a cualquier forma de montañismo o de criollismo.
Tengo muchas lecturas pendientes que son necesarias para mi trabajo, además de apasionantes, pero trato también de estar al día con la creación del Chile de ahora. Avanzo, por ejemplo, en la última novela de Carlos Franz y me encuentro con un extraordinario romanticismo chileno del siglo XIX, con ecos notorios del romanticismo europeo, pero en una versión única, en el escenario de un Valparaíso singular. El encuentro de Charles Darwin, del pintor Johan Moritz Rugendas, con una Carmen no andaluza, apasionadamente chilena, y con figuras de fondo como Diego Portales, como la joven Constanza Nordenflycht, en ese Valparaíso entre investigado e inventado, es sorprendente. Octavio Paz, en alguno de sus ensayos, sostenía que España no había tenido un movimiento romántico que pudiera compararse con el de Alemania, Francia o Inglaterra. La renovación romántica se había dado en la lengua española, según él, mucho más tarde, con la entrada en lo español del modernismo latinoamericano. Pero se podría pensar, sin embargo, que hubo fuertes brotes románticos en lugares iberoamericanos improbables, como el puerto de Valparaíso, con sus paseos, sus escalinatas, sus laberintos, sus terrazas en los cerros. Al fin y al cabo, Lord Thomas Cochrane, héroe de la época, miraba el escenario de sus hazañas marítimas desde aquellas terrazas, con catalejos que ahora son objetos de colección, en la compañía probable y amable de María Graham. Es decir, nada era ajeno al Valparaíso contado en esta novela. Por eso se puede sostener que es una novela de espaldas anchas, lo cual no es poco.
Para refrescar neuronas leeré a jóvenes poetas, escucharé músicas experimentales, sin dejar de rendir mi homenaje personal a Pierre Boulez, a quien tuve la suerte de escuchar en diversos escenarios. Es bueno que la tradición se junte con la invención, el orden con la aventura, pero sin olvidar nunca que un hombre como Boulez, en su momento, representó a la vanguardia más avanzada. Que una novela chilena de estos días, con toda soltura de cuerpo, se haga cargo de peripecias, de desafíos estéticos, criollos y a la vez universales, no me parece mal en absoluto. Leeré otras novelas que tengo pendientes y trataré de transmitir mis impresiones de lector, sin pretensiones críticas de ninguna especie, pero con clara conciencia de que no podemos entregarles la exclusividad de la crítica a los críticos profesionales.
Alguien me pregunta si el momento literario, artístico, del Chile de hoy es superior al de la política. Todavía no estoy en condiciones de responder. Hay fallas evidentes de la política, torpezas de la burocracia, ingenuidades provincianas, pero veo episodios en los que el debate, las reacciones críticas, los argumentos son de indudable interés. Y compruebo, por otra parte, que aparecen caras nuevas y que en algunos cónclaves del día intervienen jóvenes filósofos. Los filósofos de antes estaban obligados a ocultar su condición de tales para conseguir que alguien los escuchara. No hablemos de los poetas. Voy a sostener algo que puede ir en contra de la corriente: creo que en el Chile de hoy, en medio del bullicio y la polvareda de la polémica, si nos escucháramos, si fuéramos capaces de hacer una pausa razonable, sin demagogia, sin histerismo, llegaríamos a encontrar soluciones mejores. Es un criterio aplicable también a nuestra vida literaria y estética. Pero ahora, por falta de tiempo y de espacio, dejo esto último para más adelante.