La caja de cartón
“Estoy en condiciones de proponer una sociedad de febreristas santiaguinos sujeta a normas más o menos flexibles”…
A la gente que decide quedarse en París en el mes de agosto, en pleno verano del hemisferio norte, los llaman “agosteros”, aoûtiers . Existen agosteros habituales, conocidos, expertos en hacer la apología de una ciudad calurosa y desocupada. La mitad de los teatros, restaurantes, cafés, están cerrados, pero con la otra mitad basta y sobra. Uno puede escoger las salas de los museos que desea visitar, caminar por barrios menos conocidos, visitar plazas, parques, iglesias góticas de barrio. Ser febrerista en Santiago tampoco está mal, aun cuando no pretenda que Santiago sea París. Estoy en condiciones de proponer una sociedad de febreristas santiaguinos sujeta a normas más o menos flexibles. ¿Por qué no fundar, por ejemplo, una revista de dos números al año: enero y febrero, llena de consejos útiles y de textos literarios de calidad?
No desdeño algunos de los placeres del verano: tostarse en una playa donde hay tres o cuatro veraneantes por metro cuadrado; hacer una hora de cola para probar un crudo auténtico, de pura cepa germano chilena, en un pequeño recinto de Valdivia; carretear en las noches de Reñaca o de Valparaíso; correr a doscientos por hora entre Horcón y Cachagua. He mirado el mar de nuestra costa central desde una terraza, leyendo, bebiendo algún vinillo, conversando, pero he regresado pronto a la capital y me he transformado en convencido febrerista. Por ejemplo, hacía décadas que no iba al mercado de don Benjamín Vicuña Mackenna y a la Vega Central. Caminé hace pocos días a la Vega, con toda calma, sin aspiraciones inútiles, y me gustó la profundidad de las estructuras metálicas, la penumbra, las pirámides de manzanas, de tomates, de duraznos, los formidables quesos mantecosos, las variadas aceitunas. Me pareció que hoy es un lugar tranquilo, seguro, amable, y que la conexión con el aire de los campos vecinos, con las tierras de hortalizas, de porotos granados, de frutillas, frambuesas, arándanos, se respiraba y hacía bien al espíritu. Los turistas extranjeros han llegado hasta el mercado, donde la lucha por atraerlos hasta las casas de comida y restaurantes de toda especie es bulliciosa, vociferante, casi despiadada. Mi reino por un caballo, dice un personaje de Shakespeare. Aquí se debería decir: mi vida por vender un caldillo de congrio o un loco en salsa verde. Por mi parte, prefiero de lejos la Vega, más bien desconocida por los turistas, descubierta por algunas dueñas de casa del barrio alto, por jubilados que aparecen con sus carritos de compras. En mis buenos tiempos hubo noches de fiesta que terminaron en comedores del segundo piso, frente a caldos monumentales de cabeza, cazuelas de pavita con chuchoca, ajiacos devorados por poetas de vanguardia y actores del Teatro Experimental. ¿Por qué será, me pregunta un taxista, que los jóvenes de ahora prefieren las comidas caras y mediocres del barrio alto? Porque piensan poco, respondo, y me da la impresión de que el taxista ha quedado conforme con mi respuesta.
En uno de estos recorridos de la nostalgia, de la recuperación de un Santiago desaparecido, de la poesía de las cosas, se me ocurrió visitar La Piojera, que era, en sus antiguos tiempos, el lugar de encuentro de Jorge Teillier, del poeta Fernando Pezoa (no confundir con su casi homónimo de Portugal), de Jorge Sanhueza, de Juan Godoy y Nicomedes Guzmán. Como la bulla era infernal, me instalé en un sector donde había alrededor de treinta mesas desocupadas. Llegó un señor de cara perruna, impermeable, impávido, y le dije que deseaba un vaso de vino pipeño. Estaba con amigos de España y de otros lados. Un turista norteamericano de barba blanca, en zapatillas de tenis, sacaba fotografías y daba la impresión de encontrarse en estado de éxtasis, en el nirvana. Aquí sólo se sirve, murmuró el señor perruno, a los que vienen a comer. ¿Y si después de beber el pipeño me dan ganas de comer? El señor no contestó una palabra. Puso su mejor cara de perro o de palo. Parecía dispuesto a quitarnos las sillas a la fuerza si no nos íbamos pronto.
Nosotros decidimos seguir nuestro paseo matinal. Nos despedimos de La Piojera para siempre. Los poetas de antaño comían costillares con puré picante, cazuelas, arrollados calientes, y después seguían al Café Bosco, al Club de los Hijos de Tarapacá, al Iris, al Club Ciclista de la calle Bandera. Lucho Oyarzún desaparecía en el fondo del Club Alemán de la calle Esmeralda, donde había un busto de Mozart pintarrajeado, de bigotes negros, con un sombrero calañés viejo, agujereado, hundido en la cabeza. De todos modos, el Santiago de ahora conserva rincones, restos fósiles, huellas borradas de la capital desaparecida de los años cuarenta y cincuenta. Tengo una caja de cartón llena de libros, de antologías, de colecciones de cuentos de aquellos años, pero tendré que bajar a un sótano oscuro, de escalones de madera gastados, para ver si los ratones no han hecho su agosto. Recuerdo la antología de la poesía chilena nueva, ediciones de Teófilo Cid, de Jorge Cáceres, de Enrique Gómez Correa, del primer Enrique Lihn, el de Nada se escurre. Para emprender la tarea, me hace falta una buena linterna, y quizá buena compañía.