Reflexiones comparativas
“Los políticos no deben bajar de nivel al dirigirse a nosotros. Deben subir, si es que pueden”.
A partir del siglo XX, y es posible que desde un poco antes, la política española siempre ha sido una referencia y un punto de comparación y de reflexión para la política chilena. La dictadura de Primo de Rivera en España y la de Carlos Ibáñez en Chile, que se impuso pocos años más tarde, regímenes que hoy, en vista de los que vinieron después, suelen definirse como “dictablandas”, son un caso evidente, guardando todas las proporciones, así como el franquismo y el pinochetismo tuvieron hasta vocabularios comunes. Cuando yo contaba, en las tertulias improvisadas de la playa de Calafell, que la palabra “obrero” había sido reemplazada en Chile por las de “empleado laboral”, mis amigos de la mesa, gente como Carlos Barral, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay, lanzaban exclamaciones de asombro. ¡Es lo mismo!, decían, con ojos muy abiertos, aun cuando la diferencia de contextos históricos era más importante que las semejanzas. De todos modos, en más de algún sentido, era efectivamente lo mismo. Y esto tuvo una consecuencia clara: la transición política española, la salida del franquismo, se transformó en una inspiración y un modelo, con todas las diferencias del caso, para la transición nuestra. Las visitas a Chile en momentos claves, críticos, de personajes como Felipe González o Adolfo Suárez, aunque no tuvieran efecto en forma inmediata, fueron importantes, decisivas en algún aspecto.
Ahora hay un punto en común notorio, de alta complejidad, entre la política española y la chilena. Creo que radica en la relación entre la situación actual y las diferentes visiones de nuestras transiciones respectivas. Ambas, en líneas muy generales, dejaron a un lado las visiones extremas y que aceptaron un proceso gradual, pacífico, en alguna medida consensuado. Todo esto permitió alcanzar períodos de prosperidad, de libertad democrática, de cultura, de inserción en Europa, en el caso español, o en la comunidad internacional, en el de Chile, de un nivel extraordinario. Cuando terminó mi trabajo de embajador de Chile en Francia, a comienzos de 2014, Alain Touraine, gran sociólogo de izquierda, hispanista, conocedor de Hispanoamérica, me escribió una carta en la que decía que se había demostrado que en Chile no se necesita una revolución para que la izquierda llegue al poder, ni un golpe militar para que llegue la derecha.
Son afirmaciones que se podían sostener hace un par de años, expresiones de prudencia y hasta de cortesía, que ahora resultan curiosamente anticuadas. El consenso en la transición parece ahora, para sectores no mayoritarios, pero ruidosos, visibles, una transacción de baja categoría, lo cual podría implicar una forma vergonzante de traición, aunque no se sabe exactamente a qué principios. Creo que la esencia de Podemos, si es que tiene una identidad fija, lo cual sería discutible, es el rechazo de la transición española, así como la Nueva Mayoría pone en tela de juicio la obra de su coalición precursora, la Concertación, cuyo nombre mismo sugiere un acuerdo que ahora sería inaceptable.
La caída de los socialismos reales fue el producto de una reflexión crítica, general, que tomó las formas más diversas: desde la disidencia en los países de Europa del Este y en la Unión Soviética, hasta las revisiones radicales, dramáticas, en los mundos intelectuales de Occidente. Hoy día parece que hacemos borrón y cuenta nueva, pero los procesos internos actuales no son verdaderamente sólidos. Hay que tomar esto en cuenta con mirada muy lúcida, sin el menor infantilismo. Por ejemplo, la Democracia Cristiana chilena tiene conflictos diarios con su nuevo e incómodo aliado, el pequeño y coriáceo Partido Comunista, famoso en el pasado por su adhesión cerrada a las consignas que venían del Vaticano soviético.
Algunos de los dirigentes históricos de la DC declaran que tienen diferencias de doctrina serias con sus nuevos socios. Pero voces autorizadas declaran algo extraordinario: que la alianza con el comunismo permite combatir mejor las desigualdades sociales.
El concepto de igualdad de origen marxista es enteramente diferente de la noción democratacristiana. Uno se basa en la lucha de clases, en predicciones de Carlos Marx que hoy día son enteramente anacrónicas; el otro, en el humanismo cristiano, en la idea democrática, en la colaboración entre el capital y el trabajo. La aplicación de la ideología marxista leninista en sociedades modernas o de desarrollo económico relativo produjo hormigueros, igualdad en el atraso, en países como la antigua Polonia, Alemania Oriental, y no digamos Cuba o Corea del Norte. Fueron hormigueros donde la nomenklatura, la clase dirigente, gozaba o sigue gozando de privilegios escandalosos. Lugares donde todos eran iguales, como se decía, pero donde unos eran mucho más iguales que los otros.
Como ciudadano de a pie, no comprometido en la política activa, pero viejo observador de los procesos políticos, sociales, culturales, creo que tenemos derecho a explicaciones mejores, más completas y más complejas. La transparencia en las cuestiones financieras, concepto más o menos nuevo, interesante, de indudable futuro, debería ir acompañada por la transparencia en las ideas, por una comunicación seria, bien informada y digerida, y no por consignas simplonas.
He dicho muchas veces que el poeta Vicente Huidobro hablaba de los “esclavos de la consigna”. Pues bien, que no nos hablen como si fuéramos esclavos intelectuales. Somos personas ávidas de información, reflexivas, discrepantes. Los políticos no deben bajar de nivel al dirigirse a nosotros. Deben subir, si es que pueden. Y si piensan que el sufrido y anónimo pueblo es fácil de manipular, también se equivocan medio a medio.