El famoso todo
“Es que todos tienen derecho a escribir, me contestan. Desde luego, respondo, pero no a editar y propagar textos mediocres a costa del contribuyente”.
Así, cuando cruzaba un puente montado en un burro, llamó un estudiante a Miguel de Cervantes: “Éste es el manco sano, exclamó, el famoso todo”. La exclamación es absurda, pero todos, precisamente, o casi todos, quieren recibir el mismo elogio de algún estudiante que se cae de su burro, trastornado por el asombro. Lo cual significa que todos quieren serlo todo, y quieren ser los primeros. Observo el país, el de hoy, no el de comienzos del siglo XVII, y compruebo que existe una obsesión parecida, predominante, curiosamente inmadura, pero repartida, múltiple: la de ser y haber sido siempre los primeros, los inventores de las pomadas salvadoras.
Se discute, por ejemplo, un proyecto de reforma de las instituciones de la cultura, y alguien argumenta con la mayor seriedad, en términos farragosos, poco inteligibles para el común de los mortales, que el proyecto del gobierno anterior es nulo y que el del actual, en cambio, es la panacea, la solución real del problema. Yo leo el proyecto anterior, que había avanzado mucho en su tramitación parlamentaria, con la aprobación de sectores de opinión diferentes, leo en seguida el proyecto actual, y me cuesta mucho captar las diferencias de verdadero interés. El actual es más largo, más declarativo, más lleno de citas de la Unesco y de otras graves instituciones, pero me resulta difícil saber si es mejor, más práctico, más útil para un auténtico desarrollo de nuestra cultura.
Tengo nociones simples, quizá ingenuas, más bien desarraigadas, y me parece, a pesar de todo, que no es malo atreverse a ventilarlas. En el Chile de mi juventud era posible estudiar latín y griego, leer y comentar textos clásicos de filosofía, conocer la literatura española y hasta francesa e inglesa de la Edad Media, y parece que ahora, en nuestra modernidad aparentemente feliz, tecnológica, electrónica, digital, todo aquello es humo, es nada. Ahora bien, en las mejores universidades de Argentina, a pesar de los vendavales políticos recientes, los focos de estudios clásicos todavía existen. Lo mismo ocurre si nos fijamos en la Universidad del Estado de Sao Paulo, en Brasil, o en la Universidad Autónoma de México, y acabo de enterarme de que en la principal universidad de Costa Rica, en estos días, no hablo del siglo XIX, existe un interesante centro de estudios clásicos dotado con alrededor de sesenta alumnos.
La conclusión es inevitable, salta a la vista: Chile, que fue uno de los grandes polos culturales de América en épocas anteriores, hoy día se acomoda y se contenta con un nivel de cultura de segunda línea. Los dirigentes de ahora hacen gárgaras con el tema de las lenguas originarias. Yo no me opongo en absoluto al estudio de las lenguas originarias. Todo lo contrario: no veo la menor contradicción entre un buen conocimiento, o la posibilidad de alcanzar un buen conocimiento, del aimara, del quechua, del mapudungun, y un conocimiento avanzado de la lengua española. El español de América fue marcado desde sus orígenes, desde los tiempos de las espléndidas octavas reales de don Alonso de Ercilla, por las lenguas originarias, por expresiones que venían del sur de Chile, de las selvas de Perú y Colombia. En alguna medida, el estudio del español de nuestro continente no se contradice, más bien exige, un conocimiento sólido de las lenguas originarias. Así se entiende el aire nuevo de que hablaron los grandes escritores, los grandes poetas peninsulares, al conocer los versos de Rubén Darío, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, las prosas de Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti. Pero me atrevo a sostener algo serio, concluyente: los funcionarios culturales que nos hablan ahora de lenguas originarias no saben una palabra de mapudungun o aimara, y corren el riesgo de olvidar bastante, al paso que van, la raíz lingüística de España. ¿Con qué se van a quedar, me pregunto, en qué idioma van a hablar y escribir, dentro de veinte o treinta años?
A todo esto, hay una convergencia que da pena constatar: nuestra posición secundaria, desmejorada, en materia de estudios clásicos, coincide con que tengamos el más alto impuesto a los libros de toda la región. Parece que nadie se atreve, incluso que sale de mal gusto, decirlo. En la relativa tristeza populachera de nuestra cultura, es como mencionar la soga en casa del ahorcado. Es, sin embargo, una verdad del tamaño de la cordillera de los Andes. Como los importadores tienen que pagar el IVA antes de sacar las obras de aduana, tienden, aunque después podrían recuperar su inversión, a traer obras fáciles, de salida rápida. Y como el Estado tiene mala conciencia, distribuye los fondos con notable generosidad, en becas y ayudas a la edición de libros improvisados. Es decir, en un mercado muy pequeño, donde se edita poco, no llegan los libros de interés cultural, intelectual, científico, que circulan por el resto del mundo, y nos inundan las novelitas improvisadas, los poemas simplones, los diseños gráficos horribles. Con honrosas excepciones, claro está. Es que todos tienen derecho a escribir, me contestan. Desde luego, respondo, pero no a editar y propagar textos mediocres a costa del contribuyente. Y todos tienen derecho al mal gusto, alega otro. Quizá, replico: tengo serias dudas.