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La danza de los delfines

“La poesía nos lleva a formular grandes preguntas, y a lo mejor don Matías Errázuriz, con su legado de una caracola a un poeta coleccionista, sabía de qué se trataba”.

Publicado el 18/04/2016

Antes de regresar a Madrid, me despido de rincones del barrio bajo de Santiago, de viejas librerías que consiguen sobrevivir, de patios de Providencia. Intento pasar por Valparaíso, sin éxito, y después paseo por senderos de Zapallar que todavía son reconocibles para mí. Arriesgo una torcedura de tobillo subiendo por un camino de otro tiempo, cruzando un túnel, al lado de acequias más o menos pestilentes. Escucho en la tarde una música lejana, más o menos cascarrienta, pero me demoro un poco en tomar conciencia del asunto. En los días de mi primera llegada, hace ya más de medio siglo, los muros del paseo de la Isla Seca no existían. El jardín de don Matías Errázuriz, por ejemplo, llegaba hasta la playa, y su tumba anticipada, con su epitafio tallado en la piedra, podía leerse con toda facilidad: “Fue malo, pero no tanto como los buenos”. A mis quince años de edad, me acercaba a la mesa del final de César donde don Matías bebía una pílsener y fumaba un puro nacional que parecía un petardo. Me aseguraba que él, a mi edad, ya había empezado a coleccionar cómodas francesas de época. No era necesario creer todo al pie de la letra, pero la fantasía volaba. Don Matías hablaba de Nijinsky y Ana Pavlova, los grandes bailarines de los ballets rusos anteriores a la guerra y a la revolución, y contaba que habían bailado en una fiesta suya, en los jardines de su “hotel particular” de París. Supe con los años, con las lecturas, a lo largo de variadas conversaciones, que todo esto había ocurrido en la realidad, y que una de las invitadas a aquella fiestas era una pariente cercana suya, la señora Elena Huici de Errázuriz, la mecenas de Pablo Picasso y de muchos otros, conocida en la vida de París como “madame Errázuriz”. Todo esto es historia y tuve ocasión de asomarme a ella desde lejos. Disimularlo por prudencia, por miedo a la incorrección política, me parece de una estupidez rampante. Llegamos hasta cerca de la Isla Seca y después regresamos, murmurando contra la música chillona que brotaba de una mansión del otro lado de la bahía. Se trataba de los vástagos de una familia que alquilaban su antigua residencia señorial para realizar eventos sociales, aniversarios de cualquier naturaleza, matrimonios, primeras y últimas comuniones. De repente divisamos unas sombras negras, temblorosas, ondulantes, que saltaban desde la profundidad de la bahía. Eran delfines que se habían internado desde el Pacífico y que saltaban y bailaban al son de los mambos, de las músicas de salsa, del rock duro. ¡Por increíble que pareciera! La modernidad, la conversión de una vieja casona en centro de eventos, traía consigo, a pesar de todo, un espectáculo insólito, una fiesta de la naturaleza y del mar en medio de un maravilloso crepúsculo. Quizá don Matías, con su afición a los ballets clásicos, habría sabido celebrarlo. Supe en ese tiempo que, cuando el personaje se había sentido cerca de la muerte, le había mandado una caracola única, de formas catedralicias, como legado a Pablo Neruda. Me lo contó el poeta y me pareció que era un detalle notable, que rompía prejuicios habituales y persistentes; transversal, como se dice a veces ahora, aunque ahora sería difícil que ocurriera algo semejante. Ahora bien, don Matías, que le había encargado los planos de su casa a Le Corbusier, que tenía en sus archivos zapallarinos una nota original de Paul Valéry, una colección de cartas de Enrique Larreta, el autor de La Gloria de Don Ramiro, además de una tarjeta postal de Cléo de Mérode, misiva de tono sentimental que vi con mis propios ojos, tampoco fue un personaje que pudiéramos encontrar en el Chile de estos días.

Contemplamos el espectáculo de los delfines bailarines hasta que se apagó la música y los peces desaparecieron. Nos fuimos al bar del César, a los rincones donde había dialogado con don Matías hace más de cincuenta años y pedimos un par de aperitivos. Se produjo, entonces, otro suceso poco habitual. La gente que había alquilado la casa del otro lado de la caleta, y que por lo visto había celebrado un matrimonio, bajó a la playa y ocupó, en medio de un gran jolgorio, más de la mitad de las mesas del lugar en donde estábamos instalados. Eran afronorteamericanos, gente que probablemente había bajado de Harlem, de Brooklyn, de otro lugar parecido, y que se tomaba el espacio con naturalidad, con notable soltura de cuerpo, con singular alegría, como si continuaran danzando después de que había cesado la música. Desaparecían los delfines, se repartían por las mesas los hombres de sombreros de todos colores, las amigas de los novios vestidas con estrellas plateadas y doradas. Era una transformación, una metamorfosis, una ola parlanchina, risueña, que pasaba frente a nosotros. El mundo de don Matías, de Misiá Elena Huici, que figura en una página de Marcel Proust como Madame Errázuriz, el de las hermanas Morla, que convocaban a los espíritus en una terraza, en atardeceres muy parecidos, era extraordinario. ¿Y el de Harlem, con su “sangre estremecida dentro del eclipse oscuro”, con su “gran rey prisionero con un traje de conserje”, como escribía Federico García-Lorca? La poesía nos lleva a formular grandes preguntas, y a lo mejor don Matías, con su legado de una caracola a un poeta coleccionista, sabía de qué se trataba.

Jorge Edwards

Jorge Edwards

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