Cuestiones de lenguaje
¿Con qué escritor de la historia de la literatura, me preguntan, le gustaría identificarse?
Me hacen una pregunta que no es demasiado difícil de contestar, pero que tiene sus trampas, sus terrenos resbaladizos. ¿Con qué escritor de la historia de la literatura, me preguntan, le gustaría identificarse? Surgen nombres por todos lados, pero hay que decidir, y la decisión es lo que cuesta. Charles Dickens, por ejemplo, inventó caracteres de ficción que llegaron a competir con el registro civil. Cuando decidió matar a uno de sus personajes novelescos y dio a conocer el hecho en una lectura pública, un correo de a caballo partió al galope para transmitir la noticia en los pueblos del norte de Inglaterra. Aquí el escritor es el creador en el sentido más completo del término, el demiurgo de su mundo de novelista. Sus ficciones pasan a ser realidades que modifican la realidad real. La gente de los pueblos ingleses lloraba la muerte de este personaje que no era más que una fantasía de Dickens desarrollada en el silencio de su escritorio.
En definitiva, sin embargo, descarto a Dickens y me quedo con Montaigne, con el sólido, escurridizo, enigmático, sonriente Michel de Montaigne. Cuando visité hace algunos años la torre suya, a pocos kilómetros de distancia del pueblo de Saint-Émilion, no lejos de la magnífica ciudad de Burdeos, caminé hasta la cumbre del cerro y contemplé desde la altura, en el plano, una poderosa mansión campesina de tres pisos, rodeada de viñedos, de plantaciones, de ganaderías. Me dije que debía de ser la residencia del marqués de Trans, personaje vecino que el escritor menciona con frecuencia, con respeto, pero también con un asomo de ironía. Trans era hombre de orden, de cultura clásica, educado, amistoso, y Montaigne, el Señor de la Montaña, lo cita siempre con gusto, con afecto, pero sin evitar una ligera chispa de broma y hasta de burla amable. Cuando publica sus ensayos reunidos en la gran edición de 1580, a cargo del impresor del rey, que se llamaba Simon Millanges, su vecino Trans, con la mayor amabilidad, sin la menor aspereza, le hace un reproche por no haberle pasado el manuscrito antes. ¿Por qué? Porque él le habría sugerido que corrigiera algunas formas de lenguaje impropias, demasiado campesinas, que arrastraban probables resabios de la Francia medieval. Por eso, precisamente, respondió Montaigne, no le entregué el manuscrito: para que usted no pudiera hacer esas correcciones.
Los giros coloquiales, populares, de campo, del pasado medieval más remoto, formaban parte del tejido inconfundible, único, del lenguaje del escritor de Burdeos y de Aquitania. Eran componentes esenciales de su estilo, que se distingue de cualquier otro. Se podría decir que las voces del refranero medieval español que entran en la palabra de Sancho Panza, en su sabiduría, en su gracia, en su juego constante, son equivalentes a esos términos supuestamente incorrectos que el marqués de Trans, el puntilloso vecino de Montaigne, habría preferido suprimir. La actitud temerosa, represiva, del marqués, era la actitud propia de todos los academicismos y los purismos de esta tierra. La fantástica explosión renacentista, la de los estilos de Montaigne y de François Rabelais, iba a someterse más tarde a los lenguajes mesurados, cortesanos, fruncidos, de un Ronsard, un Boileau, un Malherbe. Habría que examinar y saber si se produjo un fenómeno comparable con la escritura de Miguel de Cervantes en el Quijote, en las Novelas ejemplares, en el Persiles. Las grandes orientaciones de la creación literaria no son previsibles, simétricas, controlables. Podemos saber y vislumbrar mucho, pero nunca lo sabremos todo. Sí se puede notar, en cambio, en una línea gruesa en que las excepciones valen casi más que las reglas generales, que el gran lenguaje del Renacimiento tiende a resucitar en los movimientos románticos de comienzos del siglo XIX y después en las vanguardias estéticas recientes, inspiradas en malditos y en simbolistas, acompañadas por los descubrimientos del inconsciente, del psicoanálisis, de la escritura automática. Es una historia compleja, apasionante, en cierto modo inacabable. ¿Dónde queda James Joyce, dónde dejamos a Lautréamont, el uruguayo francés, qué podemos decir del precoz, maravilloso, trágico Jean Arthur Rimbaud?
Este vecino de Montaigne, el marqués de Trans, cuya antigua casona contemplé desde arriba de la colina del autor de los ensayos, a la sombra de su famosa torre de piedra, rodeado de burros que parecían descendientes directos de los burros de la época del maestro, parientes lejanos de los de Sancho Panza, pasó los años finales de su vida deprimido, en una tristeza profunda. Sus hijos habían muerto en las feroces guerras de religión de aquellos años. Michel de Montaigne, el ensayista genial, el ex alcalde de Burdeos durante dos períodos, fue uno de los redactores de su testamento. No le guardaba el menor rencor por haber querido suprimir los giros coloquiales, campestres, pintorescos, que se deslizaban en sus ensayos. Eran aquello que los franceses llaman la “griffe” del estilo, el rasguño, el arañazo.
El marqués académico, educado, bien intencionado, murió a mediados del año 1591. El escritor, gravemente enfermo de los riñones, murió en septiembre del año siguiente, a los cincuenta y nueve años de edad. Su familia adoptó las costumbres de la nobleza y separó su corazón de su cuerpo. Depositó el corazón en la iglesia de San Miguel y enterró el cuerpo en Burdeos. Si el lector contemporáneo considera que estos detalles son innecesarios, no pienso discutir con él. Lo más interesante de todo es que Marie de Gournay, joven admiradora suya, dedicó el resto de su vida a cuidar las ediciones de los ensayos.