Tocar los libros
“En su política absurda, el Estado chileno fomenta y subvenciona la edición de libros perfectamente inútiles”.
En la mañana paso largo rato frente a una vitrina. Adentro se encuentra, abierta en su portada interior, la primera edición de El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, libro compuesto, nos lo explica la misma portada, por Miguel de Ceruantes Saauvedra. El libro fue “dirigido” (dedicado) al duque de Béjar, Vizconde de la Puebla de Alcozer, entre muchos otros títulos, e impreso en Madrid en la imprenta de Juan de la Cuesta en 1605. No es una edición de gran formato, pero es de un papel, de un diseño, de una encuadernación magníficos, indiscutibles. Nadie que pudiera adquirir un ejemplar así podría contentarse con un libro digital, con una plaqueta cualquiera.
En materia de libros, nuestra decadencia es flagrante, deprimente, y los últimos en darse cuenta del asunto suelen ser los funcionarios de la cultura. La sola presencia de esa primera edición cervantina lo dice todo en forma silenciosa, elocuente y silenciosa. Existen en el mundo alrededor de veinte ejemplares de esta edición príncipe, y dos de éstos se encuentran en la Biblioteca Real de Madrid, es decir, en la biblioteca del Palacio de Oriente. ¿Es necesario ser fetichista, supersticioso, momio recalcitrante, para citar estos detalles? El libro se vendía en casa de Francisco Robles, “librero del Rey nuestro Señor”, y es probable que haya sido impreso en mil quinientos ejemplares. Ya hubo ejemplares en diciembre del año anterior, de manera que la fecha es inexacta, y la obra, para su tiempo, fue un éxito de librería. Ya en el primer año hubo nuevas ediciones y una edición pirata en Portugal. Se dice, en cambio, que la cátedra, el mundo institucional, quedó desconcertado. Algunos sostienen que ese mundo, lo que podríamos llamar el oficialismo de entonces, se sintió incómodo frente al humor, a la sabiduría popular, a las salidas de Sancho Panza.
Miro otras ediciones del Quijote en sus respectivas vitrinas, las de Ibarra del siglo XVIII, las traducciones al francés, al inglés, al alemán, las primeras ilustraciones, y al regresar a mi casa me encuentro con un pequeño volumen de mi amigo Jesús Marchamalo, Tocar los libros. Existe hoy una literatura sobre el libro, sobre las bibliotecas, sobre su orden, sobre las formas de la lectura. Algunos lectores leen de espaldas a las ventanas, otros en posición horizontal, otros en la tina de baño. Los dueños de bibliotecas clasifican sus libros de las maneras más diversas: por colores, por tamaños, por editoriales, por orden alfabético. Las bibliotecas privadas, al igual que las públicas, exigen espacios imposibles.
Conozco a un autor que vendía ejemplares de sus novelas como pan caliente, que amaba los libros y que compró una casa en el campo para almacenarlos. Un actor francés de la década de los veinte y los treinta, Michel Simon, el feo de las películas de esa época, compró una casa en las afueras de París para albergar una increíble colección de objetos pornográficos. La imaginación humana es interminable, las manías de los hombres pueden llegar a ser infinitas. Michel Simon mantenía un sendero entre sus colecciones para llegar hasta su cama. No sólo coleccionaba objetos: también tenía películas, y tarjetas postales, y obras eróticas y manuscritos de grandes personajes de la literatura. Manuscritos, por ejemplo, del Marqués de Sade.
Jesús Marchamalo describe los métodos que emplean los diversos dueños de bibliotecas para eliminar los libros que no quieren guardar. Hay libros para leer, libros que es indispensable tener, aunque su dueño no los lea, y libros para eliminar. Pero eliminarlos no es nada de fácil. En su política absurda, el Estado chileno fomenta y subvenciona la edición de libros perfectamente inútiles: poemarios, por ejemplo, de alguna señora que escribe poemas para sus nietos. Como aplica un alto impuesto a los libros (19%), ayuda, quizá por mala conciencia, a publicar libros mediocres, mal escritos, horriblemente diseñados. Lo hace en nombre de una supuesta democracia cultural. Pero la democracia cultural consiste en que la gente tenga el acceso más libre y más fácil posible a la cultura de calidad, no en que todos sean escritores, pintores, autores de teatro, y en que el contribuyente, el hombre de a pie, esté obligado a financiar esos esperpentos.
Las cosas son así, y nuestra actitud llorona, blandengue, desconfiada, superficial, en el fondo frívola, con respecto al sentido crítico, a la lucidez en el análisis, defiende estas situaciones.
Jesús Marchamalo cuenta que un escritor conocido decretó hace algunos años que sólo podría entrar un libro nuevo en su biblioteca si se deshacía de otro. Francisco Umbral tiraba los libros que le sobraban a una piscina de su casa. Los libros descartados flotaban, se hinchaban, se ponían amarillos. Las cifras de la producción libresca son inagotables, abrumadoras: la humanidad publica un nuevo título cada medio minuto, 120 por hora, dos mil ochocientos al día, 86 mil al mes. La crisis de estos últimos años ha provocado una baja importante de la producción. Sería bueno saber si esta baja afecta a los peores o a los mejores.
Florecen las editoriales pequeñas, artesanales, y este fenómeno es interesante. En cambio, el trabajo del escritor se valoriza cada día menos. Cuando se organiza una conferencia interesante, nadie discute la necesidad de pagarle al electricista, al dueño de la sala, a los cuidadores. La mayoría piensa, en cambio, que el conferencista debe trabajar gratis. Es la ley del embudo, la ley de la contracultura.