Entre ortigas
“Carlos Morla era un notable representante de una especie humana en vías de extinción, la de los diplomáticos escritores.”.
No es habitual que un texto de creación literaria se base en informes oficiales de alguna clase. Pero tampoco es imposible. He asistido hace pocos días a una obra de teatro, “El corazón entre ortigas”, escrita por Eusebio Calonge, dirigida por Paco de la Zaranda, inspirada en los informes diplomáticos que mandaba Carlos Morla Lynch al Ministerio de Relaciones Exteriores chileno y que narraban su acción en defensa de centenares de asilados españoles en el Madrid de la guerra. Podría decir que conozco bastante bien, quizá mejor que nadie, el estilo de los informes de Morla Lynch. Cuando fui diplomático de carrera, en años remotos, Morla era embajador de Chile en Francia y yo era el último secretario de aquella embajada, en el caserón ya histórico del 2 de la avenida de la Motte-Picquet, a un costado del edificio de Los Inválidos. Grandes personajes del mundo español desfilaban por esos salones y esas escalinatas. Y el estilo de los oficios del embajador, de don Carlos, al ministerio chileno, era enteramente personal y reconocible. Morla era un notable representante de una especie humana en vías de extinción, la de los diplomáticos escritores. Siempre contaba detalles que parecían menores, que los profesionales desdeñaban, que leían con la nariz arriscada, con gestos de molestia, pero que revelaban lo esencial de un personaje, de un carácter, de algún episodio político. Creo que sus rápidos retratos del general De Gaulle y de alguna otra gente de esa época deberían recogerse en antologías. Por desgracia, como le gustaba decir a José Bergamín, las literaturas de las lenguas francesa o inglesa son a la carta, y la del español, por el contrario, tiende a ser de menú fijo. Cuesta más entre nosotros escapar de los géneros consagrados. Existen rebeldías interesantes, pero la norma aceptada es severa. A pesar de Cervantes y a pesar de muchos otros fenómenos.
Carlos Morla, en lugar de irse de Madrid como muchos de sus colegas, acometió la tarea que parecía simple, pero que resultó ser enormemente compleja y hasta arriesgada, de organizar el asilo de personas cuyas vidas corrían peligro, y esto en medio de los implacables bombardeos, de los paseos anarquistas, de la metralla. La obra de teatro no entra en detalles, a pesar de que describe el dictado por el “señor embajador” de algunos de sus informes: es una pieza coral, lírica, coreográfica, con alusiones constantes, a veces discutibles, a la “España negra”, la de Goya en sus pinturas finales, la de Luis Buñuel y Gutiérrez Solana.
Mi experiencia diplomática personal fue coincidente y a la vez contradictoria. Fui secretario en la embajada de Carlos Morla Lynch y ministro consejero en la de Pablo Neruda. Todo es en la misma antigua residencia de los príncipes de La Tour D’Auvergne, comprada por el Estado chileno en 1929: en las mismas salas, los mismos suntuosos comedores y hasta las mismas escalinatas secretas. El gran poeta Jorge Guillén visitaba a su amigo Morla, también lo visitaba una hermana de Federico García Lorca, y Louis Aragon y François Mitterrand, una década más tarde, almorzaban en esos mismos recintos con Pablo Neruda. Me tocaba ser testigo silencioso de esos extraordinarios encuentros, y asumía ese silencio, esa mirada desde rincones y penumbras, como un vicio sin castigo. Carlos Morla era dulce, distraído, querendón de sus perros pekineses. Me veía en mi oficina aporreando una máquina de escribir, escribiendo informes, precisamente, que no leía nadie, que jamás podrán inspirar una obra de teatro, y me aconsejaba que saliera, que no perdiera mi tiempo, que París estaba “tan bonito”. Neruda, diez años después, dictaba sus memorias y escribía poemas en cuadernos de dibujo, con tinta verde, en el asiento de al lado del chofer, mientras una lluvia torrencial detenía el tráfico.
El poeta, apasionado, rencoroso, acusaba a Morla de haberle negado al poeta Miguel Hernández el mismo asilo que le había dado con generosidad a un grupo de aristócratas acosados. Decía que Morla, en los años anteriores a la guerra, invitaba a su casa a poetas, a toreros, a condes y duquesas, pero que después, cuando la división y la polarización extrema habían llevado al conflicto civil, se había decantado a favor de la extrema derecha, de la “beautiful people” de esos días. En los primeros días le creí, y ahora considero que mi juicio fue superficial. Morla protegió a personas que corrían verdadero peligro, cosa que no ocurría con los amigos de izquierda de Neruda en el Madrid republicano. ¿Suponía eso que las víctimas de un lado eran menos dignas de protección que las del otro? La suposición es absurda, y el solo paso del tiempo ayuda a poner las cosas en su sitio. Al final de la obra, una de las actrices pasea un espejo empañado, medio trizado, con un marco más o menos barroco, frente al público. Al terminar el paseo, da vuelta el espejo y vemos una antigua fotografía de Carlos Morla, de gran sombrero y bufanda, con sus rasgos finos e inconfundibles. Toda la sala, sin discriminación alguna, se pone de pie y aplaude. Es un momento de emoción fuerte, de comunicación, de generosidad contagiosa. ¿Equivocada? Por supuesto que no. La generosidad verdadera no se equivoca. Traté de expresarlo en la última de mis noveles y creo que tampoco me he equivocado. Neruda reaccionó ante muchas cosas, y pienso que lo hizo con grandeza, pero hubo muchas, también, que se le quedaron en el tintero. Para desgracia de él mismo.