Invierno de nuestro descontento
“En los años cincuenta, en los finales de los cuarenta, en los comienzos de la Guerra Fría, la democracia era nueva, era fresca”.
Parece que estuviéramos en un invierno político notablemente frío, o en una etapa de prolongada hibernación. “El invierno de nuestro descontento”, escribe Shakespeare en alguna parte. Y se diría que la corrupción que se ha visto en Brasil, la de Argentina y su recién pasado neoperonismo, la del Perú del fujimorismo, que asoma en Chile, pero sin la misma fuerza y sin la misma extensión, felizmente, son fenómenos de reacción, de acomodo, de espíritu defensivo y desorientado. En los debates políticos de la España de estos días se habla con insistencia, como si se tratara de una panacea indiscutible, del cambio. Se ha formado algo así como una idolatría del cambio. Se permiten las alianzas, las coaliciones, que lo favorezcan, y como las previsiones electorales no dejan vislumbrar mayorías claras, las perspectivas posibles indican orientaciones cargadas a la izquierda, contrarias a todo lo que parezca inmovilismo.
Reflexiono por mi cuenta, sin dejarme impresionar demasiado, y reviso nociones que ya tienen bastante historia. En los tiempos de la transición había entusiasmos generales que no excluían encuentros y reconciliaciones. Había un espíritu amistoso dominante y un optimismo ambiental, favorecido, creo, por la recuperación de las grandes ideas democráticas. En los años cincuenta, en los finales de los cuarenta, en los comienzos de la Guerra Fría, la democracia era nueva, era fresca, era una especie de inspiración. El maccarthismo, que llegó a tener mucha fuerza en la sociedad norteamericana, fue superado por la conciencia de la gente, por el amor de muchos a su literatura, a su cine, a sus grandes artistas, por el aire de la libertad. Alcancé a vislumbrar y comprender los finales de esa enorme batalla en la Universidad de Princeton de los años 58 y 59. Exaltar la obra de un William Faulkner, de un Scott Fitzgerald, de un Thomas Mann o un Albert Einstein, personas de genio que habían formado parte de esa entidad universitaria superior, era una forma de defensa de las libertades intelectuales, del espíritu, de la democracia en su expresión más auténtica. Se mencionaba en películas documentales, en largos metrajes, a personajes de la categoría de Franklin D. Roosevelt, o a grandes figuras históricas como Walt Whitman o Ralph Waldo Emerson, y estallaban ovaciones juveniles en las dos o tres salas de cine del pueblo.
Creo que en la transición chilena, alrededor y después de 1988, hubo momentos de celebración, de confianza, de optimismo político, bastante parecidos. También los hubo en los primeros años del posfranquismo español. Y parece que ahora, en casi todas partes, domina el espíritu contrario: pesimismo, cansancio, desengaño. Para no hablar de terrorismo, de corrupción, de realidades cotidianas mucho peores. Esta idolatría actual del cambio es una obvia respuesta, pero nos gustaría mucho saber qué contenido tiene, qué sentido, qué posibilidades en el campo de lo concreto. No se trata de cambiar por cambiar: la historia de nuestros últimos dos siglos ha estado llena de cambios calamitosos. Cambiar las cosas para mejorarlas es de una dificultad endiablada. Lo supieron los próceres de nuestras revoluciones de la independencia, los caudillos al estilo de José de San Martín y de Simón Bolívar, que llegó a la conclusión trágica de que había arado en el mar. Escucho el griterío de nuestros jóvenes pingüinos, de los indignados de tantas partes, de la izquierda de Grecia, de Francia, de tantos lados. ¿Hay que cambiar a toda costa, hay que avanzar sin transar, como sostenían algunos caudillos de nuestra Unidad Popular, o hay que pensar, hay que estudiar los problemas, hay que cambiar con lentitud, con gradualidad, sobre bases seguras? ¿Cuál es el balance real, por ejemplo, sin palabrería en la plaza pública, sin dejarse engañar, escuchando a la gente de la calle en forma auténtica, con calma, sin meterles miedo, de más de medio siglo de revolución castrista? En mis meses de residencia en La Habana, a fines del año 70 y comienzos del 71, tuve un sentimiento de compasión, de solidaridad, con los disidentes, con la gente marginada por el proceso. Comprendí las razones profundas del exilio de Guillermo Cabrera Infante en Londres; pensé que Heberto Padilla cometía errores peligrosos, debido a un gusto por la provocación que formaba parte de su temperamento, pero que tenía razón en lo esencial. En la discusión de mi última noche con Fidel Castro defendí a Heberto a brazo partido, y lo hice en nombre del derecho a la escritura, a la poesía, al arte de la palabra. Acababa de saber que Heberto estaba preso desde hacía pocas horas y no tenía la menor idea de hasta dónde podía llegar todo aquello. En el primer momento de conversación, Fidel me había dado a entender que se iniciaba en Cuba un proceso de dimensiones desconocidas, que sólo podría compararse con el de la revolución cultural china. ¿Cuáles serían las consecuencias para Heberto Padilla y sus amigos, para José Lezama Lima, exiliado interior, y para Guillermo Cabrera Infante, en su refugio europeo? En esos primeros pasos del allendismo en Chile, cuando los más exaltados proclamaban la necesidad de avanzar sin transar, el destino mismo de los intelectuales chilenos era dudoso por definición. Nos empezábamos a llenar de hermanos mayores vigilantes, de clara estirpe orwelliana. Llegábamos de un salto a 1984, a la rebelión en la granja, al Mundo Feliz (Brave New World) de Aldous Huxley.
A veces me pregunto si hemos aprendido las lecciones de esos años o si los hechos demuestran simplemente que no somos, para nuestra desgracia, capaces de aprender nada, que somos desmemoriados irreversibles.