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Derecho a pataleo

“Hacía alrededor de sesenta años, yo había levantado la mano y le había preguntado al padre Hurtado qué pensaba de Miguel de Unamuno. “Hereje”, había contestado de inmediato mi profesor”.

Publicado el 11/07/2016

No es la primera vez que voy a la Universidad de Salamanca. Nunca me ha sobrado el tiempo para visitarla, por culpa mía, probablemente, ya que todos los compromisos, las urgencias, los horarios apretados, no son más que invenciones nuestras. Una lectura atenta de la prosa, la poesía y hasta la vida de Fray Luis de León, salmantino ilustre, nos demuestra lo que acabo de decir. “Vivir quiero conmigo /gozar quiero del bien que debo al cielo…”, escribía el fraile, y aseguraba que escribía poesía sólo para distraerse, ya que su acción principal estaba concentrada en sus clases, en sus estudios teológicos, en sus traducciones directas de la Biblia, que estaban prohibidas por los concilios de la Iglesia y que lo llevaron a la cárcel.

Me toca hablar en la inauguración de unos cursos de verano, en un ambiente a la vez solemne y juvenil, entre estudiantes que han llegado del centro de Estados Unidos, de Ecuador, de Cuba, de Chile, de Filipinas y de Uganda. Como la manía de ahora consiste en sacar fotografías con los teléfonos móviles, tengo que hacer esfuerzos extraordinarios para escapar un rato y meterme en salas solitarias, en penumbra, austeras, cargadas de historia. Me asomo a la sala donde hacía sus clases de griego don Miguel de Unamuno, tres veces destituido de su cargo de rector de la universidad y tres veces repuesto en el mismo cargo. Después me encamino con algún esfuerzo, repartiendo uno que otro codazo, y entro a la sala de Fray Luis. Los estudiantes, afuera, en un patio de piedra renacentista donde sale un sol entre nubes y caen goterones de lluvia, en medio de un gran bullicio, de una excitación general, comen empanadas salmantinas y beben Coca-Cola y cerveza de barril. El profesor de griego de ahora, sucesor de don Miguel, es un hombre joven, calzado con zapatillas de tenis, pero consciente, me parece, del peso de su herencia. Llego a la mitad de la sala y las gruesas paredes ahogan el ruido exterior. Encuentro un púlpito sencillo, más bien modesto, de madera clara, un crucifijo, grandes tablones de madera tosca y asientos de la misma madera sobre el suelo de piedra. Salamanca se eleva a una relativa altura, en un territorio central de la meseta castellana, rodeada de trigales, de olivares, de campos de ganadería taurina. Es famosa, me entero, por sus jamones, sus chuletones, sus aceitunas, sus pimentones y tomates resecos. Fray Luis de León tenía la costumbre de referirse a su clase anterior y de retomar en seguida su discurso. Por eso, cuando salió de la cárcel después de cinco años y regresó a su cátedra, comenzó con el famoso “como decíamos ayer”.

El frío de Salamanca en el invierno, entre estos feroces paredones de piedra, entre subidas por montañas rocosas, podía ser de castigo. Me explican que algunos profesores, en los siglos XVI y XVII, concedían a sus alumnos minutos de “derecho a pataleo”. A fin de levantarse de sus asientos, patalear a toda fuerza y calentarse un poco. Nosotros también conocemos ese derecho sagrado, pero con un sentido diferente. Los alumnos de familias ricas, que en aquellos años eran la mayoría, llegaban con unos criados calentadores de asientos, que tenían la misión de sentarse en esos despiadados tablones media hora antes.

Hace años, tuve tiempo de visitar la casa que usaba Unamuno con su familia en su calidad de Rector Magnífico. Había sido un apasionado lector suyo en mis años de alumno de los jesuitas de la calle Alonso Ovalle, los de los padres Walter Hanisch, Alberto Hurtado, Godo, Lorenzo, Montes. En los anaqueles de la biblioteca del maestro encontraba a sus autores más citados, encabezados por el danés Sören Kirkegaard. Alguien me explicó ahora que don Miguel había estudiado danés para leerlo en su lengua original. Pues bien, durante esa visita del año 2005 terminé de revisar los títulos de aquella extraordinaria biblioteca personal y alguien, el infaltable chileno que se encuentra en todas partes, me contó que a la semana siguiente iban a canonizar al padre Alberto Hurtado en Roma. Fue, por lo menos para mí, una coincidencia extraordinaria. En la clase de Apologética del San Ignacio, hacía alrededor de sesenta años, yo había levantado la mano y le había preguntado al padre Hurtado qué pensaba de Miguel de Unamuno. “Hereje”, había contestado de inmediato mi profesor, “blasfemo, enemigo de la Iglesia. No debes leerlo por ningún motivo”. Conté la anécdota en la universidad y dije que había seguido leyendo a Unamuno, a pesar de las advertencias de mi profesor. Pero conté también que Alberto Hurtado, que sería canonizado en la semana siguiente, nos explicaba en sus clases la realidad social chilena y nos llevaba los fines de semana, en una camioneta destartalada, a visitar poblaciones marginales donde los niños dormían debajo de los puentes.

En resumen, dije en esos días, creo ahora que mi formación tuvo dos vertientes: la del pensamiento de Unamuno, con su aspecto crítico, de permanente revisión de los lugares comunes al uso, con su antidogmatismo, y la de Alberto Hurtado, con su visión profunda de los conflictos de la sociedad, con su sentido y su pasión por la justicia. Es probable que ellos hubieran peleado si se hubieran encontrado en la vida, pero sus visiones diferentes y divergentes, en último término, no se excluían.

Jorge Edwards

Jorge Edwards

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