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El derecho a la historia

“Chile ostenta una historia densa, compleja, que valdría la pena examinar con seriedad y cuyo examen sería útil”.

Publicado el 25/07/2016

En España, a pesar de algunas apariencias actuales, se produjo una verdadera reconciliación después de la Guerra Civil y de los largos años de dictadura. Fueron cuarenta años, se tocó fondo en la separación, en la discordia, en la violencia entre hermanos, y hubo una salida real, no ficticia, que se notó en los años posteriores a la muerte de Franco y que se ha vuelto a notar en estos días, con motivo del 80 aniversario del estallido de la guerra. Siempre sentí que esa reconciliación, ese postfranquismo, esa revisión de las cosas que pasaron (“el dolor de las cosas que pasaron”, escribía en el siglo XVI el poeta portugués Luis de Camões), era una revisión a fondo, con una mirada nueva, con el peso de una experiencia, con una asimilación moderna de la historia. De ahí, de esos choques y esos reencuentros, salió la España moderna, democrática, europea, que ahora trata de dar un segundo paso adelante, y que lo hace con obvias dificultades, pero con indudable personalidad.

A cada rato me pregunto, se podría sostener que en contraste, sobre las rigideces, las innecesarias asperezas de la vida chilena de este momento. No hay duda de que evitar la guerra civil, mantener una especie de guerra civil larvada, pero sin permitir que estallara, fue un logro político notable. A la vez, sin embargo, me planteo una cuestión enormemente compleja, y que nos cuesta mucho mirar de frente. Aceptamos una cantidad de lugares comunes, de “ideas recibidas”, como decía Flaubert; tenemos una visión rígida, estereotipada, de nuestro pasado, y toda esta visión nos disminuye el campo visual de un modo dramático. A mí me gustaría mucho argumentar a favor de los matices, los claroscuros, las sutilezas de la historia real, frente a las actitudes voluntaristas y simplistas. Ni Salvador Allende fue el genio político cuya apología suelen entonar algunos entusiastas europeos; ni Augusto Pinochet, con sus crímenes brutales y absolutamente innecesarios, producidos en buena parte por su evidente cobardía, fue un mal absoluto, sin matices; ni Pablo Neruda fue un héroe político literario en estado químicamente puro; ni Roberto Bolaño es un adalid sin reservas. El país no es una galería de imágenes fijas, congeladas, no revisables. Fue conocido en épocas ya muy pasadas como país de historiadores, y tiene, de hecho, pocos historiadores (aunque los tiene), y ostenta, en cambio, una historia densa, compleja, que valdría la pena examinar con seriedad, y cuyo examen sería útil, no sólo para nosotros, sino también para los que nos juzgan, con juicio casi siempre superficial, desde afuera. Salvador Allende, por ejemplo, tuvo más que probables buenas intenciones, pero cometió errores políticos y económicos decisivos. Muchos de esos errores se han repetido, por ejemplo, en la Venezuela de los Chávez y los Maduro, en la Argentina de los Kirchner, y provocan situaciones voluntaristas que conviene analizar bien. Lo mismo ha ocurrido en Francia, en España, en Italia y en Grecia, donde los populismos allendistas, chavistas, kirchneristas, causan ocasionales estragos.

A veces, incluso en debates universitarios de niveles supuestamente elevados, parece que el golpe chileno fue el resultado de la acción de una pandilla de generales demoníacos, corrompidos, financiados por la CIA, que se formó para atacar y destruir a un país feliz. Ahora bien, de una primera entelequia simplista derivan muchas otras. Hace dos o tres años tuve que presentar en Francia, en un coloquio patrocinado por la Universidad de Poitiers, una película chilena, No, inspirada en el plebiscito que derrocó en 1988 al régimen pinochetista. Uno de los profesores participantes, celebrado “doctor” en ciencias políticas, sostuvo que el título de la película estaba equivocado porque había triunfado el “Sí”. Le pedí al profesor que explicara su afirmación un poco mejor. Pues bien, el “doctor” y “politólogo”, con perfecta impavidez, sostuvo que en Chile después de Pinochet no había pasado nada, y que la situación interna era igual a si hubiera ganado el “Sí”. Le contesté que en el país había elecciones libres, libertad de prensa, división de los poderes del Estado: el general Pinochet estaba procesado y sus cuentas bancarias bloqueadas, que el general Contreras, director de los organismos de seguridad de la dictadura, se encontraba en la cárcel, que había terminado el exilio forzado y no había presos políticos. El “doctor” escuchó todo esto como quien oye llover y se volvió para otro lado de la mesa, como si no valiera la pena escucharme.

Lo que sostengo es que tenemos derecho a un juicio histórico serio, con todos los matices que puedan presentarse. El “doctor” no podía aceptar una herejía contraria a sus dogmas: que Pinochet haya tenido que respetar el “No” de las urnas y retirarse. Podría haberle explicado las razones, pero el “doctor”, estólido, vestido de guerrillero, no estaba dispuesto a escuchar nada. Y es contra esa estulticia, precisamente, que me encuentro en situación de completa rebeldía.

Jorge Edwards

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