El siglo de los maceteros
“Ahora vuelven los viejos enemigos de las transiciones racionales y posibles y surgen por todos lados las nuevas mayorías, las retroexcavadoras, los indignados en sus causas generales y particulares”.
Como ya nadie puede pensar en revoluciones grandes, mayores, a la manera de la francesa o de la rusa, y como ya no puede haber guerras mundiales, ni siquiera frías, aunque sí existan peligrosas y dramáticas guerras parciales, se produce una tendencia bastante general a la difusión de revoluciones menores y de guerrillas inútiles. Si uno se dirige a audiencias donde concurren personas de ambos sexos, no debe decir “todos”, sino “todas y todos”. De lo contrario, comete una grave transgresión contra las normas de género. Tampoco se puede hablar de “los hombres” cuando se menciona un conjunto de hombres y mujeres. En otras palabras, las gramáticas actuales deben tener sumo cuidado con las ideologías, con las cuestiones de género, con un sinnúmero de muy delicadas distinciones y clasificaciones. Se terminó hace rato la Guerra Fría, cayeron algunos muros, pero se levantan otros, o tratan de levantarse por todos lados. Pregúntenles ustedes al señor Trump, a Marine Le Pen, a muchos de extrema derecha o extrema izquierda.
Se trata de evadirse, por las buenas o por las malas, de los acuerdos internacionales, las comunidades, los conjuntos, para refugiarse en rincones bien protegidos. En la mitad del siglo XIX, Víctor Hugo plantaba el árbol de Europa. La tendencia actual consiste en sacar ramas de aquellos árboles añosos, vetustos, y colocarlas en maceteros bien protegidos. Los árboles están en contacto con el cielo, con la noche, con las raíces: con la historia y la naturaleza. En contraposición a los poderosos castaños y robles, a las señoras araucarias (cuidado con el género), haremos una política de maceteros redondos, cerrados, excluyentes, con sus correspondientes y singulares arbustos. Hasta las hormigas serán perseguidas y aplastadas.
El Brexit inglés y las elecciones españolas han sido fenómenos interesantes, reveladores, contrapuestos. Se podría sostener que el referéndum del Reino Unido, con sus factores individualistas, exagerados, apasionados, ayudó a los electores españoles a pensar las cosas con un poco más de calma. Alguien me dijo que era una visión mía excesivamente optimista. Pues bien, creo en el optimismo y en su necesidad, así como creo en otros valores que no se pueden reducir a números. A mi modo, soy partidario de las matemáticas dementes, las de Lewis Carrol. Hasta aquí no me traicionan: conducen a una forma de razón, de racionalidad, quizá más razonable que las otras.
Cuando se produjo en España la transición a la democracia, con sus momentos extraordinarios, inspiradores, y cuando la transición chilena, alrededor de quince años más tarde, siguió líneas parecidas y trató de aprovechar la experiencia histórica peninsular, hice una observación que me parecía evidente, aun cuando no lo fuera para todo el mundo: había núcleos duros, extremos, obcecados, marginales y al parecer marginados, que no participaban en absoluto de la alegría de la mayoría. Para esos grupos, para esos esprits chagrins, para emplear una expresión clásica, las transiciones a la democracia, con sus inevitables negociaciones, con sus pactos internos, no eran más que vergonzosas transacciones, equivalentes, en último término, a traiciones.
Esos grupos fueron derrotados en su momento y nuestros países hicieron progresos políticos, económicos, culturales (al menos en el caso de España) indesmentibles, pero en la historia, y sobre todo en la historia de las ideas, todo es circular y cíclico. Ahora vuelven los viejos enemigos de las transiciones racionales y posibles y surgen por todos lados las nuevas mayorías, las retroexcavadoras, los indignados en sus causas generales y particulares. Existe el derecho a protestar, desde luego, aunque los modelos de los que protestan, los ídolos del día, no sean generosos en esta materia. Y la idea central, en apariencia dominante, es fundacional: comenzar todo de nuevo, comenzar de cero. Es el predominio del cambio, pero no como forma de progreso gradual sino como dogma, como imperativo categórico. Como los ídolos de la izquierda revolucionaria actual cometen tantos errores, se saca a relucir a ídolos más antiguos, que ya descansaban en sus nichos, en sus estatuas, en sus nombres de calles y de plazas. Muchas apologías coinciden en Salvador Allende. Allende tiene indudables méritos republicanos, democráticos, que sus seguidores de ahora no siempre tienen. Sus ideas económicas eran prehistóricas, pero no se puede negar que tenía un respeto del estado de derecho, de las tradiciones parlamentarias, legalistas. Algunos sostienen que murió precisamente a causa de eso, que su ingenuidad política lo condujo directamente al desastre. Es un lugar común sobre el tema, y un error ampliamente difundido. Una de las primeras medidas de Allende en el poder ejecutivo consistió en un alza general de sueldos y salarios del orden de cuarenta por ciento. Al final de ese año la inflación chilena era de alrededor de ochenta por ciento. A mediados de 1973 era de cerca de trescientos por ciento. El gobierno trataba de controlar los precios, con inevitables consecuencias en materia de desabastecimiento y mercado negro. Fui testigo de que el ministro de Economía de ese gobierno, en París, en uno de los salones del número dos de la avenida de la Motte-Picquet, le decía a Pablo Neruda, poeta y embajador, que la inflación iba a “destruir el poder de la burguesía”, y que el poeta, mudo por un instante, hacía un signo de negación con el índice derecho, y en seguida, sacando la voz, le contestaba textualmente: “La inflación nos va a destruir a nosotros”.
Quedaba a la vista que el poeta lírico sabía más de economía que el ministro del ramo. Los pretendientes de ahora deberían tener esto en cuenta y hacer un esfuerzo serio para cambiar de precursores.