El sueño de los coleccionistas
“El sueño de los coleccionistas es cosa exclusiva, medio secreta, compulsiva. “Mi reino por un caballo”, dice uno de los personajes históricos de Shakespeare”.
Hay algo misterioso en la personalidad de los grandes coleccionistas: una distancia especial, una pasión, algo parecido a la abnegación, al estoicismo. Para coleccionar bien hay que sacrificar esfuerzos, dineros, horas de atención prolongada. Se requiere fidelidad, tenacidad inquebrantable, discreción, ingredientes de astucia. José María Lafuente, ciudadano del norte de España de mediana edad, de hablar pausado, expositor culto, elocuente, heredó en su juventud una pequeña empresa artesanal dedicada a la fabricación de quesos. Hoy día es uno de los principales exportadores de quesos de cabra y similares de toda Europa. Nos acercamos a uno de sus galpones enormes, ultramodernos, asépticos, y alguien le pregunta si ahí está su famosa fábrica. José María nos explica que sólo es el sector de los envases y saluda a una mujer joven de anteojos, de uniforme oscuro y blusa blanca, que toma notas con un bolígrafo. Ella es la encargada de toda esa parte. Los galpones centrales se encuentran en otro lugar, y como las normas de higiene son estrictas, la visita exige vestimentas, cascos, máscaras, precauciones particulares: el visitante accede así a largas líneas de producción robotizada.
Nosotros vamos a un sector lateral, silencioso, poblado de estanterías, de mesas, de muebles provistos de bandejas metálicas para colocar papeles. En la planta baja, en la entrada a esta parte del edificio, hay un grupo de poderosos computadores y cuatro o cinco personas que trabajan en temas de clasificación, de registro, de contactos nacionales e internacionales. Estamos en el corazón del Archivo Lafuente, el más completo del mundo en materia de libros, papeles, folletos, cartas, dibujos, grabados, testimonios de todo orden, de la vanguardia estética europea e iberoamericana.
Los funcionarios del archivo y su exigente y tranquilo director trabajan ahora en la preparación de una completa exposición dadá, que será producida a partir de este mes de agosto por la Autoridad Portuaria de Santander y por el Archivo Lafuente. Tengo el catálogo en mi poder y señalo algunos de los objetos que estarán en exhibición: un folleto en francés de Tristan Tzara y Marcel Janco: La primera aventura celeste del señor Antipirina (Zúrich, 1916); ocho grabados sobre madera de Marcel Janco y un poema de Tristan Tzara (Zúrich, 1917); Alfred Stieglitz, Nueva York, julio-agosto de 1915 (es un hermoso grabado de temas mecánicos); un grabado de Francis Picabia de Barcelona, 1 de marzo de 1917; diversos grabados de George Grosz de temas antibélicos: Gott mit uns (Dios con nosotros), Berlín, Editorial Malik, 1920; dibujos y grabados de Marcel Duchamp, entre muchas otras cosas.
José María Lafuente se acerca después a los sectores iberoamericanos de su colección y nos muestra papeles y dibujos de Vicente Huidobro, ejemplares de las revistas que él editaba en París y en Santiago, ediciones originales de la poesía de Jorge Luis Borges, entre ellas, un Fervor de Buenos Aires en perfecto estado, libro rarísimo, publicado en sólo 200 ejemplares. Tiene secciones enteras dedicadas a Argentina, Uruguay, Perú, México, Chile, Colombia. Desfilan nombres conocidos de un modo casi vertiginoso. Sólo disponemos de una hora de tiempo y hay gente que debe correr al aeropuerto en la tarde lluviosa. Algunos de los nombres, como el de Dámaso Ogaz, corresponden a gente que uno encontraba en el café Bosco hacia las dos de la madrugada, en los primeros años de la década de los cincuenta. En algún subterráneo del centro de Santiago he olvidado una caja de cartón con folletos, hojas, libros parecidos. Con su notoria discreción, José María Lafuente, en el descanso de una de las empinadas escaleras metálicas, me pregunta si tengo algún parentesco con Joaquín Edwards Bello. “¿Por su nombramiento de cónsul dadá en Valparaíso?”. “¡Exacto!” exclama el coleccionista, con una sonrisa, y tiene todos los papeles y hasta el librito de poemas que acreditan la condición dadá del joven Joaquín. Había un comerciante anticuario que me mandaba reproducciones de dibujos del Joaquín vanguardista: un barco que se precipitaba a un abismo y que conectaba con una especie de jeringa, un tubo, una llave de agua.
No conviene ponerse a soñar con colecciones. El sueño de los coleccionistas es cosa exclusiva, medio secreta, compulsiva. “Mi reino por un caballo”, dice uno de los personajes históricos de Shakespeare. “Mi reino, es decir, mi fábrica de quesos de cabra, por una estampa rusa de 1917″, podría decir José María Lafuente. Pero no lo dice. No lo diría nunca. Lo suyo es la mesura, la atención cuidadosa, la producción de quesos para darse el lujo de coleccionar papeles llenos de magia.
Los grandes objetos de colección, explica, pueden costar sumas enormes de dinero y no costar casi nada. Es necesario vigilar, saber, estar al acecho, ir a todos lados, saber mirar. Existen las cartas de las amigas de los artistas, de las que podían ejercer el mecenazgo, como misiá Elena Huici en una etapa de su vida, los programas en colores de los grandes estrenos de ballet y de las diversas exposiciones del surrealismo. Recuerdo una en una librería del centro de Santiago regentada por Fernando Undurraga. ¿Qué fue de todo eso, qué fue de las nieves de antaño? Las cosas más interesantes pasan por debajo de nuestras narices y después se hacen humo. Así es la vida, y algo queda después en las colecciones.